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La serpiente y el arcoiris

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Humberto Medina



I
Los acontecimientos son como las avenidas de doble vía. Estás parado en un punto cualquiera de ellas y no sabes si vienes o vas, si es el comienzo o el final de algo.
Así veo a Samuel, huyendo del acontecimiento o quizás entregándose a él, preguntándose si ese instante es el comienzo o el final. Me gustaría decirle que es igual, que una avenida quizás empiece y termine en el mismo sitio, en las torres de El Silencio o en el Museo de Arte Contemporáneo; que todo da igual, que lo mejor es dejarse llevar por la soledad y, precisamente, por el silencio. Pero no digo nada y Samuel se queda sentado en la acera viendo de un lado a otro, sintiéndose derrotado. Tiene la cabeza tumbada sobre los hombros y su mirada no se despega del asfalto. Sabe lo que está por suceder, sin embargo, no huye, ya no huirá más. Simplemente se quedará allí sentado hasta que lo alcancen. Sabe que le quedan pocos minutos, mira de un extremo a otro y sólo alcanza a ver un desierto muy largo y negro que se corona con las dos torres al final, o al comienzo, de esa avenida. Es extraño que Samuel sienta que se acerca su muerte, cuando su muerte ocurrió, realmente, sin que él se diera cuenta.

Su final quizás empezó a fraguarse cuando escribió ese artículo sobre la muerte titulado La vida de los muertos. Samuel no pretendía hacer un elogio a la muerte o una apología al suicidio, la gente lo entendió todo mal, me dijo, lo único que quería decir, de una manera simbólica, es que la muerte es un impulso, una fuerza que hace que giremos alrededor de ella como planetas en su órbita, nos atrae, nos acercamos demasiado y luego luchamos para huir de ella en un absurdo deseo de conformidad. No es nada nuevo, le dije yo, es psicoanálisis de primer año. Luego, más adelante en el artículo, Samuel reflexionaba sobre enfermedades y mutilaciones, allí nos perdimos todos los que habíamos leído el artículo. Simplemente hice una referencia a las películas grindhouse y reflexioné sobre la descomposición del cuerpo como otra manera de entendernos. No nos define la salud, me dijo, ni la belleza, nos define la enfermedad, la mutilación y la fealdad. Pero la gente a veces es tan literal, me dijo, que no creo que valga la pena escribir una palabra más. Luego se quedó un rato allí con la mirada perdida, yo no quise decir nada más y él se fue en silencio.
Algunos días después de nuestra conversación supe por una amiga en común, Svetlana, que Samuel estaba bastante deprimido por unos extraños correos en los que lo insultaban y le decían que por sus escritos elogiando la muerte un jovencito, compañero de universidad del propio Samuel, se había suicidado. En el correo también le dicen, según Svetlana, que no debería sentirse tan seguro de su vida y que si desea tanto la muerte ellos (¿quiénes son “ellos”? pregunté. No sé, dijo Svetlana, simplemente ellos, los que le escriben el correo) podrían hacerle “ese” favor. ¿Por un artículo? pregunté. No es sólo el artículo, me dijo Svetlana, Samuel tiene tiempo escribiendo historias sobre la muerte, realmente está obsesionado ¿no lo sabías? Entonces ella me contó que durante la universidad Samuel había escrito una novela por entregas que él mismo fotocopiaba, encuadernaba y repartía gratis en los pasillos de la Facultad de Ingeniería. La novela tuvo sus fieles seguidores y las fotocopias empezaron a regarse por toda la Universidad Central, incluso llegó hasta la Escuela de Letras y en una clase de teoría literaria hicieron un análisis de uno de los capítulos y concluyeron que estaba pobremente escrita, que era demasiado obvia, repetitiva y sin ideas. En definitiva, una mierda, pero Samuel nunca se enteró de esas apreciaciones y por unos meses disfrutó de una moderada fama en los pasillos de la universidad.
Me gustaría leer tu novela, le dije a Samuel. Casi de manera instantánea soltó una sonora carcajada. ¿Cómo supiste de ella? Hace unos días me encontré a Svetlana y hablamos de ti un rato largo, me contó de tu novela y me dijo además que estabas deprimido. ¿Qué sabe ella? dijo Samuel, lo de la novela es verdad, ella la leyó cuando estudiábamos juntos, pero lo de que estoy deprimido son vainas de ella. Me contó que estás recibiendo unos correos amenazantes por un jovencito que se suicidó. Eso también es verdad, me dijo, pero no le doy importancia. Eso del suicidio pasó hace muchos años y no tiene que ver conmigo, no recuerdo ni siquiera el nombre del muchacho, sé que estudiaba conmigo, era depresivo, no quería estar en Caracas, era un inconforme con la vida. Eso pasa todo el tiempo, le dije. Lo de los correos, me dijo, puede ser un jodedor, desde que escribí la novela me llegan algunos correos, unos me insultan y otros me dicen que siga escribiendo. A veces los correos cesan por un tiempo y luego aparece algún loco que me quiere matar. Todo es muy absurdo, la novela nunca se publicó, simplemente corrió por los pasillos de la universidad por un tiempo, algunos se volvieron fanáticos y se quedaron pegados. Svetlana no deja de dramatizar toda la situación. Me queda un ejemplar de la novela, me dijo, ¿estás seguro de que quieres leerla? Sí, claro, me gustaría. Samuel se levantó de la silla y se dirigió a su armario, detrás de unas cajas sacó un sobre de manila, de allí sacó el manuscrito, unas 150 páginas encuadernadas.
Leí el título: Filosofía en el cementerio. Enseguida el cuarto de Samuel se volvió extraño, no sé si extraño sea la palabra, en todo caso sentí un extrañamiento de mí mismo dentro del cuarto. La superposición de imágenes fue instantánea: frente a mí tenía el manuscrito, su título, Filosofía en el cementerio, se superponía a un afiche de la película de George Romero, Night of the living dead, que Samuel tenía pegado en la pared. Una afiche al que nunca le había prestado atención pero que ahora parecía estar vivo. La frase que promocionaba la película me saltaba no sólo a los ojos sino a los oídos, como si alguien estuviera recitándola: “Ellos no se quedan muertos”. Me levanté de un solo golpe de la silla y sentí un largo mareo. ¿Qué pasa? escuché en la lejanía, era Samuel, por supuesto, pero no podía escucharlo ni verlo bien. Nada, dije, se me fueron los tiempos. Enseguida Samuel llegó con un vaso de agua, toma, me dijo, estás pálido. No sé qué me dio, dije, debe ser que no he comido bien. Desde ese momento no pude pasar por alto nada en el cuarto de Samuel, ni los afiches, ni los libros, ni las cajas metidas en el armario que se me antojaron, en una fugaz idea, llenas de cadáveres picados en pedazos. Reparé en lo absurdo de la idea y sonreí. ¿Te siente mejor? Sí, mucho mejor.
Esa noche comencé a leer su novela. No soy un lector muy ávido pero me devoré las 150 páginas en unas pocas horas. Y este verbo no es casual porque a medida que leía y “devoraba” sentía que me llenaba de algo, que me comía el resto de algo que había estado vivo. Toda la novela se desarrolla en un cementerio sin nombre ni ubicación específica, a ratos parece el Cementerio General del Sur pero por los nombres de algunos de los que están enterrados allí llegamos a suponer que es un cementerio europeo. Los personajes son unos zombies aristócratas y burgueses que se reúnen todas las noches alrededor de una tumba diferente para conversar y hacer fiestas orgiásticas en las que primero tienen sexo con vivos y luego se los comen. Además, filosofan sobre el horror de sentirse excluidos del mundo, animado y moderno, de los vivos. La novela está dividida en 7 diferentes diálogos que ocurren a lo largo de una semana. Cada uno de los diálogos tiene un tema específico. La venganza, por ejemplo: “Es increíble que nos excluyan en este desierto de huesos mientras en las ciudades se alimentan unos a otros con la explotación y el sexo”, esto lo dice un zombie mientras se come la oreja de un pobre hombre que grita desesperadamente. “Es una maldición que debe revertirse”. Los cambios culturales: “Porque no es normal estar muerto hoy en día, y esto es nuevo. Estar muerto es una anomalía impensable, las demás son inofensivas comparadas con ella”. “No hay lugar, ni espacio ni tiempo asignado a los muertos, su estancia es inencontrable, helos ahí arrojados a la utopía radical”. Política económica y dinámica urbana: “si el capital ya no existe (ni su crítica marxista) es porque la ley del valor ha pasado a la autogestión de la supervivencia bajo todas sus formas; si el cementerio ya no existe es porque las ciudades modernas asumen por entero su función: son ciudades muertas y ciudades de muerte”. Sexo con vivos: “Son raros los agujeros tan calientes, pero después de un rato uno se acostumbra”, “hay que dejarlo gritar, se aflojan y es mejor”. “¡Vivos! Un esfuerzo más si quieren ser muertos” grita uno de los zombies mientras acaba dentro de una mujer que había muerto hacía ya bastante rato. Y la escena final me dejó con un punzante escalofrío. Un zombie copula con una mujer, él está encima de ella y la toca con lujuria, la lame completamente. La mujer grita y llora con desespero, quiere morir de una vez. Pero algo ocurre, la mujer calla y cierra los ojos y parece estar muerta pero no es así. Ha aflojado sus piernas y se ha excitado y llora un poco pero también gime y se muerde los labios. El zombie lanza un grito feroz y la mujer también gime porque está llegando al orgasmo, se abandona y ella acaba también. El zombie se acerca a su oído y le susurra: “Ese gran orgasmo que es como una pequeña muerte”, y justo en ese instante unos dientes se hincan en la cabeza de la mujer (ella emite el último grito) y en un salvaje mordisco el cráneo de ella se abre y la masa del cerebro se escurre entre los dientes del zombie y, literalmente, la novela acaba.
Al leer la última línea, aún estremecido por el horror de la escena final, el teléfono de mi cuarto repicó como si fuera el grito de la mujer. Vi la hora y era casi la una de la mañana. El teléfono siguió sonando, contesté y me sorprendió aún más escuchar la voz de Samuel. ¿Qué te pareció la novela? me preguntó. ¿Cómo coño sabes que la acabo de leer? No sé, me dijo, supuse que la leerías de una vez, esperé un poco y te llamé. ¿Y entonces? ¿qué te pareció? Rara, le dije, manejas muy bien los diálogos entre los zombies, algunos problemas en la sintaxis pero en general me gustó. Olvídate de la sintaxis, me dijo, la escribí hace mucho, lo importante es el tema de la muerte ¿Te interesa? Bueno, no sé, le dije, los personajes de tu novela tienen algunas ideas interesantes sobre el cambio cultural de fin de siglo. Coño, me interrumpió, olvídate de la novela y el fin de siglo ¿Te interesa o no el asunto de la muerte? Bueno, sí, no es algo usual esto de reflexionar sobre la muerte. Ok, me dijo, era todo lo que quería saber, mañana te paso buscando para que vayamos juntos a casa del profesor Russo. No lo conozco, le dije. Jorge Russo, me dijo, él lleva el asunto de la muerte a un nivel fuera de toda proporción, no sólo por el conocimiento que tiene y lo que ha leído, el tipo es un erudito, es profesor de semiología, sino porque ha estado en Haití y, según me dijo, ha presenciado rituales vudú que dejan con la boca abierta al más escéptico. No me jodas Samuel. Es en serio, me dijo, la muerte es la verdadera humanidad, Alberto, la vida está llena de prejuicios, identidades falsas, estamos aplastados por espíritus, idola como decía Bacon, la muerte es la superación de todo eso, es despojarse definitivamente del subjetivismo. Es despojarse de todo, le dije, es el fin. Cierta muerte, Alberto, cierta muerte. Entonces, ¿vienes o no? Bueno, le dije, vamos a conocer al ruso.

¿Sabes de dónde vienen todos los problemas de la Humanidad? Me preguntó Jorge Russo. Yo me quedé callado porque no me gusta opinar de cosas que no he pensado bien. El espíritu, contestó Russo a los pocos segundos. La invención del espíritu y el alma. Yo no tenía mucha idea de lo que estaba hablando, Samuel parecía más iluminado que yo, veía a Russo y asentía con devoción. Russo vivía en un viejo edificio de Chacaíto. El apartamento era oscuro y tenía un olor desagradable, como de humedad concentrada, me dio la impresión de que el lugar había estado clausurado y recién ahora se abría después de varios años. Al entrar fuimos directo a su biblioteca, no se podía negar que era un intelectual, o al menos estaban presentes las señales que lo hacían parecer un intelectual: una biblioteca atestada de libros, desordenada, una laptop encendida y un texto a medio escribir, café viejo en el escritorio y un cigarro quemándose en una sillita junto al escritorio.
Russo era un hombre pequeño, delgado, tenía el cabello canoso y desordenado. Sus movimientos eran lentos, verlo caminar era casi ver una danza en cámara lenta, yo mismo sentí en varias oportunidades que el tiempo se detenía alrededor de él. Si entendemos la historia del Hombre, dijo Russo, entendemos que desde la construcción de las nociones, artificiales e históricas por demás, de espíritu, alma y esencia, nos hemos visto envueltos en una lucha constante de poder por imponer una razón. Calló un rato. El concepto mismo de Razón, dijo, es una de esas construcciones etéreas que nos tienen en el borde de la existencia.
Yo escuchaba sin creerme mucho el discurso y como no estaba muy metido en la conversación  me dediqué a detallar el cuarto. Entre todos los libros y los cuadros viejos en las paredes, el profesor tenía unos afiches que me descolocaron completamente, eran afiches, como el de Samuel, de películas de zombies: Night of de living dead, Dawn of the dead, Re-animator, Braindead. ¿Fanático de las películas de horror? Pregunté al vuelo. El profesor Russo es profesor de análisis fílmico también, se apresuró en contestar Samuel. Los zombies tienen un simbolismo que me interesa, dijo Russo, y que tiene que ver con lo que estamos diciendo. Con la muerte mueren también las ideas abstractas, la pulsión de unidad y de poder, los nacionalismos, los historicismos, el alma, el espíritu, la razón, muere todo lo que no sea cuerpo, carne. El zombie, dijo Russo, se levanta de nuevo como ese ente que el hombre nunca debió dejar de ser. ¿Qué cosa? Un cuerpo, respondió Russo con autoridad. Un cuerpo hambriento, sediento de alimentar sólo al cuerpo. ¿No es como perder la humanidad y volver a la animalidad? pregunté. Es más que eso, dijo Russo. No propongo, continuó, destruir la humanidad, es imposible destruir el lenguaje y las ideas, lo que me gusta del simbolismo del zombie es que construye con más certeza el límite de lo humano y el zombie se coloca en el afuera. Siendo originalmente humano, delimita al humano vivo y lo amenaza, lo excluye, lo hace, quizás, menos universal. Bueno, dije, es interesante como análisis de la mitología de los muertos vivientes. Pero es más que una simbología, dijo Samuel, no vinimos aquí sólo para hablar de lo que representa el cine de zombies ¿verdad profesor Russo? Así es, así es, dijo Russo y se quedó callado un rato haciendo una pausa que me pareció falsamente dramática.
De lo que quería hablarles, dijo Russo, era del viaje que hace poco hice a Haití para tratar de entender mejor las prácticas culturales alrededor del muerto viviente. Hay rituales mágicos en Haití que capturan el cuerpo muerto en la Tierra y lo reviven, el muerto despierta. También vi algunos rituales que preparan al vivo para su muerte y, si el vivo lo requiere, puede pasar por estos rituales y beber una sustancia especial que le hará resucitar poco después de la muerte. Pero todo esto es superstición, dije yo, es un efecto farmacológico ¿cierto? una droga, un efecto de trance, nadie revive de la muerte. Lo que vi en Haití, dijo Russo, no tiene explicación, vi el cadáver, lo examiné, estaba indudablemente muerto. ¿Y entonces? preguntó Samuel. Lo vi levantarse, dijo Russo. Evidentemente, concluimos.
En ese punto, a pesar de todo lo interesante que pudiera ser pasar una noche en un apartamento viejo de Chacaíto hablando de muertos vivientes con un profesor de semiología, sentí que debía irme, sencillamente me sentí incómodo, dejó de gustarme la mirada de Jorge Russo, su lentitud al hablar y caminar, sus cuentos de su viaje a Haití y, sobre todo, me incomodó la devoción de Samuel, su insistente actitud de justificarlo, de completar sus frases. Profesor Russo, dijo Samuel, díganos de una vez ¿qué nos quiere mostrar? No me diga que se trajo al muerto, dije yo con una sonrisa en los labios. No, no ¿cómo voy a traerme un muerto? dijo Russo con evidente molestia, me traje un poco de la sustancia que preparan en Haití, la mujer que hizo el ritual, Marie, accedió a darme un poco de su… su… Russo parecía no encontrar una palabra adecuada, su cosa, su líquido, su medicina. Su levantamuerto, dije yo. Russo asintió aceptando a regañadientes mi comentario. Lo que quiero, dijo Russo, es hacer el ritual con ustedes. Hasta aquí llego yo, dije levantándome de la silla, me disculpan pero no voy a tomar nada raro preparado por una bruja vudú haitiana, puedo discutir por horas sobre el simbolismo de las películas de zombies pero hacer rituales absurdos y rezar mantras incomprensibles no es lo mío; Samuel, gracias por la invitación y tu novela, profesor Russo, un placer, su trabajo es interesante pero yo me tengo que ir. Alberto, por favor, dijo Samuel, no te vas a ir ahora que vamos a empezar a entender la muerte. Yo no quiero entender la muerte, dije, es más, quiero ser como cualquier persona que desea desesperadamente olvidar la muerte porque me parece una obsesión macabra, todos sabemos que vamos a morir, cuando eso suceda adiós y hasta nunca, pero por lo pronto tengo asuntos de vivos que atender. Déjalo, dijo Russo, no es civilizado imponer ideas, si más bien queremos librarnos de ellas ¿no es así? No hubo más insistencia, Samuel me dio la mano, Russo me acompañó hasta la puerta y me fui en paz.
Al salir del edificio tuve la impresión de que la noche estaba más oscura y más fría de lo usual. Caminé sin fijarme mucho en mis pasos, no podía dejar de pensar en Russo y Samuel y su obsesión casi erótica por los cuerpos muertos, sus ojos al final parecían encenderse cuando hablaban. Luego de caminar un poco me di cuenta que la oscuridad se debía a que las luces de la calle no estaban encendidas. Algún problema con la Electricidad de Caracas, pensé. Pero el frío, cómo se explica el frío en pleno agosto. Una noche fría sucede en cualquier época del año. ¿Zombies? Quién puede creer en zombies en pleno siglo XXI. Al acercarme a la puerta del Metro sentí unos pasos tras de mí. No puedo negar que sentí miedo, no tanto por el asunto de los zombies sino porque podía ser un delincuente, qué hago yo en Sabana Grande casi a la once de la noche cuando el Metro seguro ya cerró. Me di la vuelta y vi a un hombre que parecía estar muerto, un zombie, pensé, di un salto, por unos segundos me pareció ver un rostro que se caía a pedazos, con una boca semidestruida por la que salía un líquido verde y que clamaba por mi carne. Oiga amigo, una ayudita que no he comido en todo el día. Era un indigente. Le di los pocos bolívares que tenía en el bolsillo. Gracias, me dijo. Me sentí miserable. Quería salir de allí lo antes posible, caminé hasta la avenida Casanova y tomé un taxi. El chofer subió por Chacaíto para tomar la avenida Libertador y seguir hasta Plaza Venezuela, pasamos justo frente al edificio de Russo, le dije al chofer que bajara un poco la velocidad, bajé el vidrio y me asomé por la ventana. Ruso vivía en el primer piso. Creí verlos por la ventana. Una luz amarilla salía del balcón, qué raro, dije, parece haber más gente allí. Entre unas sombras extrañas me pareció ver un abrazo, un abrazo largo, apasionado, mortal.
Pasaron varios días en los que no supe nada de Samuel. Realmente no quería saber más nada de él por un tiempo. Tuve bastante trabajo por esos días y olvidé todo lo que habíamos hablado. Lo único que tuve que ver con muertos vivientes fue una película que pasaron por cable: The serpent and the rainbow. La vi completa y cuando terminó, casi a las dos de la mañana, tuve una extraña sensación de realidad, es decir, sentí la inminencia de algo irrepresentable. El teléfono repicó justo al final de la película, pensé en Samuel, no es la primera vez que me pega estos sustos. Atendí y escuché un gemido. ¿Aló? Nadie respondía, sólo un hilo de voz que quería tomar fuerza en medio del llanto. ¿Quién es? grité. Alberto, es Svetlana. Suspiré, qué susto me diste ¿qué pasa? Es Samuel, me dijo. ¿Qué pasa? Hubo un silencio en el que sólo podía escuchar la respiración entrecortada de Svetlana. No dije nada más, sólo esperé que ella dijera las palabras que efectivamente dijo: Está muerto.

II

El primer golpe se escuchó como a las once de la noche. A esa hora todavía hay mucho movimiento en la morgue y no es raro que se escuchen ruidos aparentemente inexplicables: pasos, voces, golpes. ¿Cuántos cuerpos ingresaron hoy? le preguntó el comisario al funcionario de guardia: van 6 mi comisario. La noche va rápida, yo digo unos 12 ¿tú qué dices Cáceres? Hoy es jueves mi comisario, 12 son muchos, no creo que lleguen a 10. Sí tú lo dices Cáceres, tú conoces más el movimiento de la morgue, dijo el comisario antes de darse media vuelta. Cáceres finalmente se quedó solo en la entrada de la morgue como a la medianoche. Otra noche de guardia entre muertos. A la una y media de la mañana escuchó el segundo golpe que parecía venir desde dentro de la cava. Cáceres sacudió la cabeza y se dijo que quizás sólo estaba imaginando los ruidos. Subió a la recepción y buscó un café. Arriba estaban dos funcionarios más de guardia, López y Serena, encargados de recibir a la gente que llegaba a toda hora a preguntar si había ingresado tal o cual persona que llevaba días desaparecido. No señora, si llega seguro le avisamos. Pero esa noche todo estaba tranquilo, hasta ahora nadie había ido a la Morgue de Bello Monte a reclamar ningún muerto. Entonces Cáceres, dijo López, ¿cómo están los muertos allá abajo? ¿Y cómo van a estar, López? muertos. Cáceres tomó su café y se despidió, nos vemos en un rato, dijo, tengo que llenar varios formularios. Bajando las escaleras hacia las cavas Cáceres escuchó varios golpes seguidos como si alguien estuviera encerrado y pidiera desesperadamente salir. ¿Qué vaina es esta? dijo Cáceres y corrió hasta las cavas. El ruido cesó. Luego escuchó otro golpe seco. Esta vez el funcionario estaba seguro de que había sido en la cava número 3. Revisó los papeles de ingreso y leyó: Hombre, 30-35 años, herida punzopenetrante en zona intercostal izquierda. Hígado lacerado. Hemorragia. Cáceres abrió la cava y deslizó la plancha sobre la que descansaba el cuerpo. Qué raro, se dijo, éste parece bien muerto. Pero enseguida sintió un olor particular. Un olor que le desordenó los pensamientos y las sensaciones. Cáceres se crispó. Qué vaina… susurró. Sintió el agujero en el estómago, el deseo irrefrenable, el hambre, la sed. El olor le llegó hasta el cerebro y le invadió el cuerpo. En un grito el cadáver se abalanzó sobre Cáceres.

En uno de los correos que Svetlana le imprimió a la policía se podía leer un extraño mensaje que le había escrito el profesor Jorge Russo a Samuel. El olor, Samuel, decía Russo en el correo, el olor es lo primero que te embriaga. Todo ese retrato del horror de las películas es sólo un artificio para vender, el miedo y el horror a lo diferente es todo lo que muestran las películas. Los muertos, Samuel, nos entregan un destino insospechado. Nos muestran un camino a sensaciones imposibles. Sentir es diferente. Tienes que acompañarme en el ritual, tienes que venir, tienes que resucitar. J.R.
La policía revisó varias veces el apartamento de Jorge Russo sin poder encontrar ninguna pista ni nada que indicara que allí había ocurrido la muerte de Samuel. Svetlana insistía en que el profesor había asesinado a Samuel pero hasta ahora lo único sospechoso, le dijo el comisario, es que Russo no aparece por ningún lado. El apartamento llevaba días vacío y la policía había tomado fotos, huellas, había revisado cada rincón y había concluido que el sitio estaba fuera de toda sospecha. Sólo hay libros, le dijeron a Svetlana. ¿No encontraron nada raro? preguntó ella ¿restos del ritual, animales, sangre? Nada, dijo el Detective, allí no hay más que libros y afiches de monstruos. De zombies, corrigió Svetlana. Da lo mismo, no podemos meter a nadie preso por tener afiches de películas de terror. Si el profesor aparece, dijo el comisario, lo citaremos.

Samuel pasó tres días desaparecido, dijo Svetlana, ya no sabíamos a quién llamar, era raro que él desapareciera así. Lo encontraron con una puñalada en el vientre en unos matorrales en la parte alta de La Florida. Tuve que ir a la morgue a reconocerlo, sus padres murieron hace años y yo era su única familia. Cuando lo vi en esa mesa me pareció que estaba vivo. Tenía una expresión extraña en el rostro, sonreía. Yo sé que los muertos no sonríen pero cuando me iba, al verlo de reojo, me pareció que sonreía. No hemos preparado el funeral, no lo han entregado en la morgue, me dijeron que regresara mañana. No sé a quién le digo esto, no puedo dormir y estoy sola pero desde que me llamaron no he podido dejar de hablar. Reitero cada minuto que vivo, cada nuevo instante. Como si contarme mi propia historia la hiciera extraña, lejana. No sé a quién le digo esto.

López y Serena escucharon los gritos que venían de las cavas. Se miraron las caras y se preguntaron casi al mismo tiempo qué será lo que está pasando allá abajo. ¿Cáceres está solo? preguntó Serena. Como la una, respondió López. Los funcionarios de la morgue están cansados de lidiar con situaciones grotescas y con chistes de mal gusto. Han visto y han manipulado muchos muertos, han visto muchas autopsias y han escuchado hasta el cansancio las historias de los forenses. Pero esa noche algo los estremeció, no estaban seguros si fueron los gritos o si fue el silencio tan profundo después de los gritos. ¿Te pareció que los gritos eran de Cáceres? preguntó López. Parecía, respondió Serena. ¿Bajamos? Deberíamos. En eso escucharon unos pasos que se acercaban. No, ya va, dijo López, ahí viene Cáceres. Los pasos siguieron acercándose y ya se escuchaban muy cerca de la puerta que lleva a la recepción. La puerta se abrió y los funcionarios vieron algo que no habían visto jamás y que probablemente no volverían a ver. Frente a ellos apareció un hombre joven, pálido, tembloroso y con cara de haber escapado milagrosamente de un ataque. Tenía los ojos abiertos de par en par y sobre el pecho tenía una mancha de sangre. López y Serena se quedaron petrificados, ambos tenían su arma de reglamento pero en ningún momento hicieron el menor gesto de usarla, ni siquiera llevaron sus manos a la cintura. No había nada en el joven que pareciera amenazante, no estaba armado ni era agresivo, sin embargo, López y Serena temblaron cuando vieron en su pecho las costuras de la autopsia. El pecho del hombre había sido abierto hasta el bajo vientre y vuelto a coser con la indelicadeza propia de los forenses de la policía. López y Serena lo vieron caminar hacia la puerta muy lentamente. Ninguno de los dos pensó en detenerlo, ninguno de los dos había sido entrenado para una situación así. Nadie en la academia les había dicho qué hacer cuando de las cavas de la morgue saliera caminando un individuo al que recién se le había hecho una autopsia. Sólo después de que el hombre saliera de la morgue, con su pecho cosido y los ojos acompasando sus pasos, fue que los funcionarios sintieron un olor que nunca antes habían sentido, un olor que los transportó a un territorio invisible, infinito. Luego comenzaron a correr.

Ahora no puedo dejar de reír, dijo Svetlana, pero cuando apareció frente a mi casa no podía dejar de gritar como una loca fuera de sí. Créeme, lo que te digo es cierto y lo que le dije al comisario también es cierto, Samuel apareció en mi casa pidiendo ayuda, desorientado, perseguido por un montón de locos que querían comérselo. Grité porque creí que estaba muerto, dio Svetlana, grité porque estaba efectivamente pálido como un muerto y grité porque tenía el pecho abierto y vuelto a coser. El comisario no me cree, por eso me envió aquí, pero lo que le dije es cierto. El profesor Russo también apareció muerto en extrañas circunstancias, me dijo el comisario. Las circunstancias nunca son extrañas comisario, le respondí, los extraños somos nosotros los vivos. El cuerpo de Russo llegó a la morgue hace dos días, me dijo él, su cabeza llegó un día después. Tenía la boca llena de carne humana, me dijo el comisario, como si lo hubiesen decapitado mientras comía gente. En ese momento no se lo dije, pero yo sabía que Samuel había ido a casa de Russo porque Russo quería que él se apareciera allí, para eso hizo todo el ritual, todo es obra del maniático de Russo y su locura traída de su viaje a Haití. Lo que Russo no se esperaba es que Samuel no se dejaría comer, que Samuel huiría y me buscaría a mí. Pero Samuel había muerto sin entender nada y los muertos que se despiertan nunca logran entender nada que no hayan entendido estando vivos. Así que Samuel sólo puede huir esparciendo el olor de muerte y nosotros sólo podemos desearlo desesperadamente. La ciudad ya empieza a oler así, dijo Svetlana. La ciudad se ha vuelto loca, me dijo el comisario. Morder a un muerto vivo, dijo Svetlana antes de ser encerrada en su habitación, es suficiente para entender, para olvidar, para ver que lo único que se necesita es estar del otro lado, eso tampoco se lo dije al comisario porque sabía que no entendería pero sí lo digo aquí, sólo hay que olvidar, hay que morder la muerte, masticarla y tragarla para estar en el lado del entendimiento, que es lo mismo que estar del lado del olvido. Qué tristeza que todo tenga que terminar así, con unas pastillas para dormir y unas “buenas noches” susurradas al oído por una enfermera desconocida.

¿Está seguro de que quiere hablar con Marie? le preguntaron al profesor Jorge Russo en la puerta de la casa. Je suis bien sûr, dijo él. La puerta se abrió y una señora, envuelta en una bata floreada, se acercó y en un extraño español le dijo a Russo: entonces es usted el venezolano que quiere saber de vudú. Russo se estremeció porque la señora no se andaba con medias tintas. Así es, dijo él. ¿Trajo el dinero? Preguntó ella. Sí. Venga esta noche, dijo Marie y cerró la puerta de la casa.
Jorge Russo caminó ese día por las calles de Puerto Príncipe como si él mismo fuera un zombie en una ciudad de intermitencias. Llegada la noche tomó un viejo taxi y a duras penas logró que el chofer entendiera hacia dónde se dirigía. Finalmente llegaron a la desolada casa de Marie, casi en las afueras de Puerto Príncipe. Usted mucho tiene que ver y poco que decir, le dijo Marie al abrirle la puerta, y mucho que escuchar de mí. Russo entró a la casa, sudaba a chorros a pesar de que la temperatura no era muy alta. Sígame, dijo Marie, la casa debe estar oscura, guíese por la luz que entra por las ventanas y por mis pasos. Russo siguió a Marie por un largo pasillo que desembocaba en una vieja puerta de madera. Ambos entraron en un salón que estaba ya dispuesto para el ritual que Russo venía a presenciar. Como en toda la casa, la oscuridad parecía atragantarse en las paredes y sólo la tenue luz de cinco velas iluminaba el cadáver que yacía en una mesa roja. Alrededor del cuerpo, cinco personas repetían en voz baja lo que parecía un rezo o un mantra o una letanía. Están preparando el cuerpo, dijo Marie. ¿Puedo examinar el cadáver? preguntó Russo. No debería, pero entiendo que debe cerciorarse de la verdad, todavía usted confía en ciertas ideas. Russo se acercó al cadáver y lo examinó. Estaría en estado catatónico, pensó, estaría bajo los efectos de alguna droga que lo hace parecer muerto. A primera vista estaba muerto, bien muerto. Sin pulso, sin color, marchito, sin temperatura, sin movimiento. Écoute-moi, dijo Marie, lo que usted va a presenciar debe callarlo porque esto es sencillamente un suceso imposible. Yo conozco el mundo, dijo Marie, conozco lo que se dice del vudú y de los zombies y le digo que todo eso es una mentira que sirve para vender libros y películas. Los zombies no son esos monstruos horribles y descompuestos que salen de la tierra desesperados por comer cerebros. Somos nosotros los vivos, siguió Marie, los que desatamos el hambre infinita por los muertos. Russo se inquietaba cada vez más a medida que veía a Marie dejar caer de su mano un líquido plomizo. Las personas que rezaban alrededor del muerto subieron la voz pero aún así lo que decían era incomprensible. Usted no verá resucitar a un muerto, dijo Marie, usted verá a un vivo cambiar de vida, usted ya no sentirá más que el deseo en su cuerpo por las exigencias de su propio cuerpo. Lo que suponemos esencial, continuó Marie, será inesencial; las ideas, la razón, la política y la filosofía serán discursos vacíos, juegos que juega la gente para sentirse más allá de sus cuerpos. Russo sintió que moriría allí mismo. Marie se acercó al cuerpo y dejó caer unas gotas del líquido plomizo en la boca del cadáver. Usted quiere superar su propia humanidad, dijo Marie, usted quiere ver el absurdo en que la historia nos ha convertido, dejar todo atrás y sentir lo que nunca ha sentido. ¿Cómo? preguntó Russo. Espere al olor, dijo Marie. En ese instante el cuerpo se comenzó a mover con lentitud. Russo ahogó un grito de pánico. El cuerpo efectivamente despertaba dulcemente, como si estuviera representando un baile de vida y muerte. Al incorporarse, el cadáver empezó a despedir un olor inexplicable. Russo pasó inmediatamente del miedo al deseo absoluto. En su cabeza comenzaron a resonar varios sonidos imposibles. La luz de las velas se tornó cada vez más brillante a medida que el olor llenaba el cuarto. Russo ahogó un grito, esta vez no de pánico sino de ansiedad. El cadáver temblaba, miraba extrañado hacia todos lados. Sus ojos, asustados, querían llorar pero las lágrimas eran imposibles, como todo en esa noche. ¿Me entiende ahora? dijo Marie. Russo respondió con un gesto y luego se lanzó sobre el zombie para arrancarle a dentelladas la carne platinada. El cadáver, ahora viviente, pudo gritar varias veces pidiendo ayuda mientras los vivos lo devoraban sin compasión. Cada parte de su cuerpo muerto era masticada y tragada salvajemente. Los gritos cesaron cuando Russo le abrió la garganta de un mordisco y la boca del muerto se crispó en una segunda muerte. Y Russo pareció darle un beso infinito, pero realmente devoraba sus dientes.


III

Los acontecimientos son como caminos de doble vía, y ver a Samuel allí sentado en la acera de una avenida que no deja de vaciarse, no importa cuán concurrida esté, me produce una extraña mezcla de sensaciones, devastación y éxtasis, querer huir y también querer enfrentar cualquier fatalidad. De no haber visto su cuerpo mal cosido y sus partes faltantes no hubiese creído nunca que Samuel había reaparecido después de la muerte, tal como me había dicho Svetlana en medio de un llanto histérico. Samuel, luego, llegó una noche a mi casa y me dijo: Alberto, no sé qué me pasa, no recuerdo nada y ahora camino y camino y a pesar de que no tengo idea de nada no dejo de huir. No sé de qué huyo, me dijo, no siquiera sé si estoy huyendo o estoy tratando de regresar, qué hago. Nada, le dije. Luego llegó el olor y la devoción definitiva a la mortalidad; la iluminación de las noches oscuras.
Es extraño ver la ciudad solitaria, ver una avenida como la Avenida Bolívar en absoluta soledad. La calle se vuelve más fría y la noche más oscura y surgen misterios que habían permanecido ocultos, misterios que sólo habían sido contados como se cuenta una mentira que pasa de padre a hijo hasta que se vuelve una verdad aceptada. Uno de esos misterios es la neblina. Otro es el silencio y el eco de los pasos.
Después de que Samuel se fue de mi casa porque sabía que debía seguir huyendo (o regresando), yo no tuve más remedio que seguirlo. Sus pasos lentos, descompuestos, me atraían como si fuesen el reflejo de mis propios pasos. Le faltaba una mano y tenía un mordisco en un costado por el que se le podía ver el hígado ennegrecido, pero por encima de las mordidas y la descomposición Samuel estaba triste. No caminaba como un zombie, caminaba como un ser abatido, caminaba como los vivos cuando ya no tienen nada que perder.
Samuel caminó hasta la avenida Bolívar, se sentó en la acera y allí se quedó, respirando la soledad y la devastación de una ciudad que se deshizo mucho antes de la llegada de los zombies. Esa devastación, le dije, no tiene que ver con los muertos, tiene que ver con la historia. Me acerqué a él. No podía verme pero quizás me sentía. Vi hacia el final de la avenida (o quizás era el principio) y pude ver, a lo lejos, a un grupo acechante de vivos que se acercaban en medio de la oscuridad. Buscaban a Samuel. El olor se había expandido por toda la ciudad y la locura había atravesado todos los rincones. Vienen por Samuel. Vienen por los muertos. Se acercan, Samuel los ha visto y puedo sentir que ya no tiene miedo. Me acerco por la espalda y le doy un abrazo que lo aprisiona no sólo en un mismo lugar sino en un mismo tiempo, en un mismo instante. La noche fría y el silencio no detienen a los vivos que cada vez están más cerca, más amenazantes, movidos por el hambre de olvido. Esta ciudad es lo que siempre ha sido, una ciudad enloquecida. Ya todo termina, dijo Samuel. Yo le dije que quizás todo estaba comenzando. Y le di un mordisco en el rostro y seguí comiendo y masticando de él, borrando la historia y sus palabras con mis dientes. 

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