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El coleccionista

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Por Mirco Ferri

Carlos Zerpa / Anaconda


Las primeras grabaciones de sonido de las que se poseo documentación se hicieron sobre cilindros de cera. Piensen un momento sobre esta afirmación: un cilindro de cera, es decir, una vela, puede albergar dentro de sí sonidos. Palabras, gritos, susurros, lamentos, música, ruido. Tan solo es necesario tener a mano la herramienta que pueda decodificar lo que guarda la vela en su interior. El aparato que se inventó para “leer” los cilindros de cera fue el célebre fonógrafo, allá por los años 80 del siglo XIX. Un artefacto ingenioso, totalmente mecánico, que no necesitaba de la electricidad para funcionar. Esa primera aproximación al sonido grabado tenía una falla estructural, sin embargo. Los cilindros de cera tenían la debilidad propia de ese material, y a las pocas reproducciones se degradaban. El comprador podía retornar el cilindro gastado a la tienda en donde lo había adquirido, y utilizarlo como parte de pago de un cilindro nuevo. Los cilindros estaban envasados en tubos de cartón, lo que llevó al director de orquesta John Philips Sousa a llamar “música enlatada” a dichas grabaciones, también por el sonido vagamente metálico que las caracterizaba. Había otro problema, además: cada cilindro era único. Si un músico quería vender veinte copias de una canción, debía grabar 20 cilindros diferentes. No existía el concepto de matriz, para ese soporte.

La evolución natural de esos cilindros, que almacenaban los sonidos en surcos tallados sobre su superficie, fue el disco. Una superficie circular, de baquelita en sus comienzos, en donde el surco comenzaba en el borde exterior y se expandía sobre la superficie, para dirigirse hacia el centro. Fue todo un adelanto con respecto a los cilindros de cera, pues eran notablemente más duraderos y podían producirse masivamente, a partir de un molde. Para reproducirlos se utilizaban los gramófonos, esos aparatos provistos de una vistosa corneta de metal brillante y una manivela para darles cuerda. Esos discos giraban a una velocidad de 78 revoluciones por minuto, de lo que se derivaba que la duración de las grabaciones no podía exceder los cinco minutos, siendo el tiempo promedio unos tres.

Fue alrededor de los años cincuenta cuando el disco llegó a su perfeccionamiento, con la introducción del microsurco y el sonido estereofónico. La velocidad y el material utilizado en los discos también variaron: ahora giraban a 45 (los sencillos) o a 33 1/3 (los álbumes), y estaban hechos de vinilo, lo que los hacía mucho más resistentes al maltrato: sus predecesores eran muy frágiles, y una caída al piso significaba su ruptura. La industria discográfica experimentó un período de esplendor que duró hasta tal vez finales de los años 80, cuando el infame formato CD trató infructuosamente de tomar su lugar, sucumbiendo al poco tiempo ante el auge de internet y sus posibilidades de descarga de música.

El LP, a pesar de su aparente decadencia y virtual desaparición, sigue siendo el rey en cuanto a soportes de material grabado. Reto a cualquiera que trate de desmentirme. Cualquier melómano serio conserva con el mayor recelo sus discos, pues sabe que la calidad de ellos no la conseguirá jamás en otro formato. Además, el encanto de las carátulas en donde se guardan es innegable. Algunas de ellas llegan a ser verdaderas obras de arte, firmadas por artistas famosos. Todo eso se aúna para que el hecho de coleccionar discos sea una experiencia excitante.

Tengo una colección de aproximadamente 10.000 LPs, de casi todos los estilos musicales existentes. Desde los grandes conciertos de música académica, conducidos por maestros de la talla de Von Karajan, hasta las melodías más sencillas, compuestas para el disfrute de las masas. En mi espíritu recolector todo cabe. Mi aspiración es contar con la mayor discoteca privada posible, y para ello frecuento los lugares más insólitos, en cualquier parte del mundo. No me paro en consideraciones económicas. Por fortuna, la plata que heredé, que no fue poca, no la tengo que compartir con nadie. Nunca me interesó tener pareja. Todo ese asunto del cortejo, las citas, el enamoramiento, siempre me ha parecido una gran pérdida de tiempo. Cuando siento alguna necesidad en ese aspecto, la satisfago de manera expedita. Cuando se tiene dinero suficiente “eso” no es ningún problema. Tampoco engendré ningún hijo, que yo sepa, así que no tengo obligaciones de ese tipo. Todo mi tiempo y todos mis recursos, por consiguiente, se los puedo dedicar a mi pasión.


Comencé a reunir discos desde muy pequeño, casi al salir de la infancia. A mis 14 años ya tenía en mi poder unos 150 álbumes de los géneros que estaban de moda en esos tiempos: twist, bogaloo y rock & roll. Eso me dio una gran notoriedad entre mis congéneres, quienes se peleaban por lograr una invitación a mi casa y poder ver de cerca lo que ya comenzaba a tener visos de leyenda. Claro que por más que me lo rogasen, jamás permití que uno solo de esos discos saliera de su recinto. Por esa actitud previsiva es que todavía puedo mostrar con orgullo esos precursores. Claro que por lo pueril de la música grabada en ellos ya los guardo como una curiosidad, como una indulgencia nostálgica.

Leí alguna vez que coleccionar música es en realidad coleccionar recuerdos. Y en parte es cierto. A pesar de lo vasto de mi colección, puedo recordar la manera en la que llegó a ella casi cada uno de sus integrantes. Los discos son mis verdaderos amigos. Espero no ser malinterpretado, o dar la impresión de que me alcanzó la locura senil. Quiero decir que son la representación de los amigos que quisiera tener: todos esos músicos cuyas voces y ejecuciones instrumentales están guardadas allí, en las mínimas rugosidades de los microsurcos. Dentro de mis estándares, procuro tener todo el material grabado en LPs de cada músico o agrupación que considere de la talla suficiente para estar en mis anaqueles. Eso me permite conocer la evolución de cada uno de ellos, desde sus inicios balbuceantes, pasando por sus años de auge y terminando casi fatalmente en la decadencia, que parece ser el destino final de los que duran mucho. Los más afortunados mueren antes de que el mundo pueda enterarse de su declive. A esos los rodea una aureola casi mística, que puede llegar al paroxismo si la muerte los alcanza a la cabalística edad de los 27 años, llevándolos automáticamente al parnaso de los malditos, de los elegidos. Jimi, Janis, Brian, Jim, son los máximos representantes de esa cofradía. Se cuelan otros, unos tales Kurt o Amy, pero son segundones, en realidad. Coleccionar a un músico es equivalente a conocer su biografía, y si uno le ha seguido el paso en tiempo real es como haber convivido con él. Conocer sus orígenes, vivir sus grandes momentos, sufrir sus fracasos. Y acompañarlo en su hora menguada.

Pues sí, mi colección de discos es mi familia. Es mi única compañía, en realidad. Está siempre allí, para acompañarme y distraerme. Es lo único que me despierta algún tipo de interés, a esta altura de mi vida. Aunque ya no pueda gozar de su esencia. Tantos años de escuchar a todo el volumen que era capaz de producir el fabuloso equipo estereofónico que fui ensamblando con paciencia durante mucho tiempo, con los componentes más refinados que se pudiera conseguir en el mercado, me produjeron la peor lesión que me ha podido ocurrir. Soy sordo, tan sordo como Beethoven. Mi situación es análoga a la de un sultán, dueño de un impresionante harem, que se hubiera vuelto impotente. Y los discos, que lo saben, se ríen a escondidas de mí, ocultos dentro de sus carátulas.


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