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Channel: Galpón Chang de jóvenes poetas
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Dolientes

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Por Martha Durán


La decisión había sido mía. De todas formas, a nadie tendría que explicarle las razones que sustentaban mi negativa a seguir perteneciendo al mundo virtual, a las redes, a los círculos, a las conexiones y demás espacios de aquéllos que tienen la razón justo en la punta de sus dedos. Un día me vi discutiendo frenéticamente con un completo desconocido, con las orejas enrojecidas de rabia y el pecho trotando para llegar al próximo respiro y, pasadas las cinco horas de discusión estéril, cerré violentamente mi laptop como si de un disparo se tratase. Nada de qué preocuparse, ya habíamos vivido así, ya había vivido así la mayor parte de mi vida, sin dar explicaciones sobre el lugar donde me encontraba, sobre lo que estaba almorzando o cuál era mi situación sentimental o laboral. Repito, nada importante. Celia, la única persona con quien hablaba casi a diario, intentó convencerme de que no me aislara de todo, me decía preocupada que ya había dejado muchas amistades, que no era sano alejarse tanto del mundo, de las noticias, de las clases, de ella. No entendía que en realidad yo no había dejado casi nada, que por el contrario las cosas me iban abandonando poco a poco, me expulsaban, y yo simplemente les iba tomando la palabra y las dejaba ir sin oponer resistencia, sin hacer el menor esfuerzo para retenerlas en mi vida. Pero Celia era así, tenía más de diez años conociéndola y aun me costaba hacerle entender ciertas cosas, como por ejemplo que muchas veces no quería verla, que me dejara solo y que no se preocupara tanto.

Durante toda la noche me distraje convenciéndome de lo acertada de mi decisión, de que era por mi bien y de que mi vida iba a mejorar sustancialmente. En algún momento de la noche –no sé si lo soñé o lo imaginé–, tuve la sensación de que dentro de mi laptop caminaban miles de hormigas sin rumbo, perdidas, tropezándose unas con otras sin nadie a quién poder reclamar, como si dentro de esa caja rectangular se movieran angustiosamente millones de patas encerradas, encajonadas, susurrando desconciertos y sentencias sin oyentes, sin dolientes. Creo que me levanté una o dos veces exaltado para verificar que se trataba de una cosa, para confirmar la cualidad netamente material de la máquina, que nada orgánico, vivo, había allí dentro. Estuve, durante esa extraña noche, formulando teorías y opiniones sobre la espera, el sueño, el silencio y la necesidad de decir. Me las tragué todas y dormí con ellas atoradas en la garganta. Por momentos me descubría en desacuerdo conmigo mismo, incluso ofendido cuando me advertía contradictorio y débil en mis razonamientos. Pero justo en esos momentos me confortaba la idea de no tener interlocutor, de que nadie se diera cuenta de mis lagunas discursivas o mis debilidades argumentativas.  Tosí toda la noche.

El sol de la mañana que entraba por las rendijas de la ventana me despertó con un recuerdo nítido, claro, casi fresco. El sol entrando por la casa de Laura. Yo con los pies desarropados, ella con medias de lana y acariciando los míos, haciéndome cosquillas como forma de pedir café. Con la sensación de sus pies despertando los míos, recordé una de esas discusiones acaloradas frente a la computadora y pensé que nada de malo tenía no pedir permiso, que sin pedir permiso fue que encontré la mano de Laura desocupada, aburrida sobre la mesa la primera vez que fuimos a comer. También sin pedir permiso la arrinconé en la cocina para darle ese primer beso, ese que nunca debía preguntarse porque desaparecían las ganas. Sin pedir permiso también desabroché su sujetador mientras, sin nada de permiso, le besaba el cuello y todo lo demás que se me iba ocurriendo besar. Y fue sin pedir permiso que ella se quedó esa primera noche en mi casa y las de los siguientes tres años. Ella también me dejó sin pedir permiso, sin dar explicaciones, y después de un par de días de espera, de mirar el teléfono cada cinco minutos, actualizar correos y buscar alguna señal suya en cada uno de los espacios donde están los que no están, me di cuenta de que no quería ser encontrada. Sí, fue a partir de ese momento que comencé a estar más tiempo frente a la computadora que con un libro en la mano. Buscando a Laura entre las fotos y los comentarios de los demás, me vi intensamente interesado en las vidas ajenas, en sus miserias ordenadas cronológicamente. Buscaba entre los amigos de Laura alguna pista que me dijera algo de ella, del lugar donde ahora estaba. Cielos de todos los estilos llenaban la pantalla de mi computadora, cielos de gente que creía oportuno y casi necesario mostrar aquello que estaba viendo cuando miraba hacia arriba. Cielos como de playas solitarias con sus nubes tímidas y suaves, o cielos que abrazan en llamas amarillentas y naranjas el asfalto de una autopista.

—Azul —dijo Laura con tono dudoso.
—Gris —respondí casi gritando como si la mirada fuera la misma para ambos, como si yo no supiera que ella y yo estábamos viendo el mismo cielo, pero bajo luces diferentes.
—No importa —decretó Laura esta vez con el tono del que quiere cerrar la conversación de manera abrupta—. Es un cielo feo, y así todos parecen grises, así que tienes razón.

Cada vez que un nuevo cielo aparecía en mi pantalla recordaba este momento con Laura, esa manera suya de advertirme de su hastío, de sus ganas de irse y yo sin entender absolutamente nada, sin darme cuenta. El recuerdo volvía con cada imagen, con cada comentario inoportuno de algún extraño o simplemente con alguna expresión, una palabra o un saludo de cualquiera de esos miles que hablaban ahí. Así que eran muchos, demasiados.

Esa mañana, mientras me tomaba el café no sin cierto despecho, intenté recordar cuál fue la última vez que me senté en algún sitio a conversar con alguien, o cuándo la última clase que di. Las clases se habían vuelto algo verdaderamente desagradable, inquietante. Salía de ellas frustrado, con la sensación de no haber enseñado absolutamente nada y, sobre todo, con la necesidad de callarme. Todos actuaban como si ya nada tuvieran que aprender, y las discusiones se tornaban cada vez más intensas e, incluso, absurdas, pues desde el principio estaban condenadas al fracaso y al extravío. Además, mi necesidad de sentarme frente a la computadora a buscar a Laura me había ido alejando de la universidad poco a poco, inventando excusas de logística y otras narraciones cotidianas para justificar mi ausencia. De todas maneras, nadie se daría cuenta, pues ahora, y cada vez con más frecuencia, la gente se iba también sin avisar, sin decir nada. Todos nos habíamos acostumbrado a eso, a la falta de extrañeza cuando alguien no volvía a llamar a tu puerta, a marcar tu número de teléfono o enviarte un mensaje. Simplemente se iban, y no había por qué alarmarse ante esa nueva ausencia.

Durante algunos días, tuve que ayudarme a destapar mis oídos con la repetida costumbre de taparme la nariz y empujar el aire dentro de mi cabeza, o abrir mi boca con ese extraño movimiento en la mandíbula que también servía para comprobar un camino despejado. Sentía que tenía que entenderme de nuevo con mi cuerpo, que apenas lo estaba escuchando, que ahora me estaba diciendo algo nuevo o simplemente nunca lo había escuchado realmente. No estaba muy seguro de nada en estos días. Por ejemplo, siempre me habían gustado las papas y su sabor cuando estaban aplastadas con la mantequilla derretida. Pero hoy, justamente hoy, sentí que mi estómago quería escupirlas con el primer bocado. Las dejé intactas en el plato. Aquella masa amarillenta se hizo de repente irreconocible a mis ojos, como si la viera por primera vez. Media hora antes mi estómago hacía esfuerzos por recordarme mi falta de atención, y ahora orgulloso y resentido se negaba a aceptar una tregua. Una simple indigestión, pensé.


El teléfono sonando de manera insistente me aceleró el pecho haciéndome olvidar de nuevo a mi estómago. Escuché a Celia del otro lado del teléfono reclamando días de preocupación, esperas en la puerta que nadie abría, saludos no contestados en muros, correos y demás espacios que ya sabía, que ya no quería revisar. Colgó el teléfono un poco molesta y yo me quedé convenciéndome de que no revisaría nada más en mi computadora, de que incluso era mucho mejor no tener la esperanza de encontrar a Laura. Y cada vez que volvía a sonar la palabra Lauraen mi cabeza mi pecho comenzaba de nuevo a trotar, a acelerar su paso, a apretarse como si algo se abultara dentro. Laura, Laura. ¿Cuánto tiempo llevo? ¿Un día? ¿Una noche? ¿A quién engaño? Me lanzo rápidamente al escritorio como abandonando en el suelo otro cuerpo pesado, terriblemente pesado, y enciendo la computadora con una débil sonrisa. Paso y paso imágenes, abro pestañas y demás posibilidades para ver si en alguna consigo algo de ella. El murmullo del mundo entero vuelve a llenar todos los espacios, se transforma de nuevo en gritería, tumulto, hervidero de insomnios, amantes de gatos, feministas, católicos apasionados, padres orgullosos, chef frustrados, periodistas frustrados, políticos frustrados, fotógrafos frustrados.  Que no, no me interesa. Que no me interesa si estás en Quebec o si vas la próxima semana, o en Londres o en Bogotá, que no. Tampoco si almuerzas pollo o pescado en salsa o las propiedades de la torta de auyama, que coman lo que quieran tus hijos y toda tu familia, que a mí no me interesa en lo más mínimo. Antes me importaba todo, ahora nada quiero saber de la calle donde vives, o si cae nieve o lluvia o piedras o culebras. Guárdatelo todo. Yo solo estoy buscando a Laura, solo quiero saber de su calle de su cielo de su lugar de ahora. Sigo pasando con mi dedo las inutilidades de los otros, y algo hierve adentro. Veo una imagen que parece Laura de espalda, mirando la playa y mi estómago arde al comprobar que es una mujer cualquiera que no quiere ser mujer pero que desea que se reconozca quién sabe qué condición o no sé. Alcanzo a leer lo que escribe y me provoca gritarle que no me interesa, que se guarde su ofensa, que se cuide ella sola, que deje de pedir ayuda. Que no quiero ser communitynada, ni aprender inglés, ni que me escribas tu vida fragmentada y episódica en otros idiomas que no entiendo, que no. Ahora sí Laura, la veo, finalmente la veo, se dejó ver.  Un río anda ahora por mis manos, baja por mi frente y me moja la camisa. Ahora tiene el cabello corto, por debajo de los hombros. Laura feliz, Laura sonriendo, Laura sacando la lengua, Laura con el cabello oscuro, con minifalda, con labios rojos. El frío le sienta bien, y su expresión es tranquila, pero con una precaución que no logro entender. Quizá solo sea la prudencia de aquellos que se saben a salvo, la cruel delicadeza del que se ha ido.


Seguramente dejó de fumar. Busco sus manos en todas las imágenes, me voy más para atrás, mucho más, mucho más, y veo sus manos por fin, en primer plano, exhibiendo un anillo. Algo se me enciende en el pecho. El aire se niega a salir o a entrar, nada circula por mi garganta, es un aire detenido, estancado, como si algo adentro hubiese quedado sellado al vacío. Mis manos sudan como si las hubiese sumergido enteras en agua helada. Mis oídos, de nuevo mis oídos lejos, fuera de mí, sin poder escuchar. Mi brazo, nunca había tenido que pensar en mi brazo. No me puedo levantar y por primera vez me asusta la soledad, por primera vez siento que quiero seguir aquí, con el mundo y su ruido, con toda la gente, con mis cosas. Nadie se dará cuenta de que ya no me estoy escondiendo, de que quiero ser encontrado. Nadie. Sólo Celia, Celia, ven por favor, discúlpame, toca la puerta, túmbala, encuéntrame, que no todos se han ido, no todos. 

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