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Channel: Pandilla Chang de jóvenes narradores
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Kaguya

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Por Luis Guillermo Franquiz



         La mujer se bajó los lentes hasta la punta de la nariz y lanzó una mirada por encima. Dijo:

            —¿Qué es lo que intentas decirme? No te entiendo bien.

          La muchacha se removió inquieta en su asiento. Incómoda.

            —Tengo dudas… —dijo.
            —¿Dudas? ¿Sobre qué?

            La muchacha acarició su antebrazo izquierdo con la mano derecha.

            —Dudas, no. Preguntas. Yo creo que…

            La mujer alzó la cabeza y ajustó sus lentes sobre el puente de la nariz.

            —No digas eso —pidió la mujer—. Las opiniones sólo conducen a las especulaciones, a las falsas interpretaciones, y eso puede resultar muy ofensivo. Aquí no queremos nada de eso, ¿verdad? ¿No te parece que lo mejor es avanzar? ¿Alcanzar tu nivel óptimo?

            La muchacha paseó la mirada por el escritorio antes de asentir con bastante lentitud. La mujer sostuvo la mirada sobre el rostro de la chica y luego se concentró en los papeles dentro de la carpeta que tenía frente a ella. Leyó sin apresuramientos varios renglones aleatorios. Luego quiso saber si a la muchacha le apetecía tomar algo.

            —¿Té? —dijo—. ¿Jugo?

            Una figura difusa se acercó por la comisura del ojo izquierdo de la chica. La mujer apartó su atención del legajo de papeles y comenzó a hablar mucho antes de levantar la vista del escritorio, pero no se fijó en el hombre encorvado que esperaba con la cabeza inclinada.

            —Trae un servicio de té.

            La mujer miró la espalda doblada del hombre conforme se alejaba con paso lento.

            —¿Te molesta? —dijo.

            La muchacha entornó los párpados y entreabrió la boca.

            —¿Me molesta?
            —Él —dijo la mujer—. ¿Te molesta el Ninguno?

            La muchacha paseó la vista entre los objetos del escritorio.

            —Es uno de los últimos que queda —dijo la mujer—. Es un Ninguno milenial… Tanto descontento… Tanto machismo… Y ya ves el resultado.

            La mujer hizo una inspiración profunda antes de continuar:

            —Supusimos que aquí podría servir para algo. Al menos, lo que le queda de existencia. Es una decisión justa, considerando todo lo que él representa. Lo que ellos representaban… ¿No te parece? Puedes responderme.
            —No lo sé.
            —No. No lo sabes. Por supuesto que no.

            La mujer hizo otra inspiración.

            —No lo sabes, claro. Pero tienes dudas. Opiniones.

            La mujer levantó una de las hojas llena con letra manuscrita.

            —Aquí dice que tú también estás entre los últimos partos naturales. Que naciste cerca de la ciudad.

            La mujer se quedó callada. Esperó. La hoja manuscrita en alto.

            —¿Alguna vez entraste? —dijo.

            La muchacha se mantuvo cabizbaja. La mano derecha acariciando el antebrazo izquierdo. Un leve movimiento negativo con la cabeza. Una cortina de cabellos negros.

            —Sabes que puedes decírmelo. Estamos aquí para ayudarte. No hay ningún problema. Sólo queremos saber la verdad. Creo que eso lo entiendes bien.

            La muchacha hizo otro pequeño gesto negativo.

            —¿No? ¿Nunca te provocó entrar? Tus dudas indican una predisposición natural hacia la curiosidad. No me parece que seas tonta. Todos esos edificios… Las calles… Los monumentos… La decadencia… La estrechez… Hubiésemos preferido que usaras esa curiosidad de una manera más constructiva. —La mujer hizo una pausa antes de seguir—. Está bien si entraste. Ya pasó. Lo importante ahora es ayudarte a avanzar. Encontrar tu propio equilibrio entre nosotras. Esos sitios están prohibidos por diferentes razones. Allí no hay nada para ti. Para nadie.

            El hombre encorvado se acercó con lentitud. Llevaba una bandeja en las manos. La dejó sobre la mesa. La mujer lo observó con desdén mientras se alejaba de nuevo hasta el rincón.

            —¿Segura que no te provoca una taza? —dijo la mujer—. Te hará bien.

            La taza hizo un ruido agudo al golpear contra el plato, por encima de los papeles. La mujer apoyó la espalda contra la silla. La muchacha levantó la mano derecha para sobarse la nuca.

            —¿Te sientes bien?

            La muchacha asintió. Dijo que tenía un leve dolor en la cabeza.

            —Es normal, dadas las circunstancias. Debes caminar más. Respirar mejor. Encontrarte a ti misma. Hallar tu equilibrio. —La mujer tomó un sorbo de té—. Para eso estás aquí. Sólo queremos ofrecerte una recuperación apropiada, natural. Debes entenderlo. Debes ayudarnos a ayudarte.

            La mujer tomó otro sorbo de té.

            —Sólo quiero ayudarte —dijo—. Háblame de tus dudas.

            La muchacha alzó la mirada con parsimonia, se detuvo en algunos objetos sobre el escritorio, hasta encontrar los ojos de la mujer.

            —No lo sé —dijo.
            —Por favor. Ayúdanos a ayudarte.

            La muchacha tardó un par de minutos en hablar de nuevo. Cuando lo hizo, habló en voz muy baja. La mujer dejó la taza a un lado y apoyó los codos sobre el escritorio, para escucharla mejor.

            —Había… letras. Y fotografías.

            La mujer escuchó con atención, sin interrumpir a la muchacha.

            —Letras —dijo—. Fotografías.

            La muchacha asintió.

            —Entonces… sí entraste.

            La muchacha mantuvo la cabeza caída. La mujer esperó un minuto. Dos minutos.

            —Libros —dijo—. Creo que es a lo que te refieres. Se llaman libros.

            La muchacha acarició de nuevo su antebrazo derecho. Levantó los ojos. Los labios de la chica formaron la palabra, como una mímica, pero no la pronunció.

            —Libros —repitió la mujer—. Eso fue lo que encontraste allí. ¿Qué hiciste con ellos?
            —Nada.
            —¿Qué hiciste con ellos?
            —Nada… Vi algunos. Leí páginas. No entendí.

            La mujer suspiró antes de levantarse de la silla y rodear el escritorio. La muchacha se encogió de forma involuntaria. La mujer se sentó en otra silla junto a la chica. Entrecruzó los dedos de las manos sobre su regazo. Habló en voz tan baja como la que había usado la muchacha.

            —Sólo son libros. Pero no debes hacerlo. Las palabras pueden malinterpretarse porque fomentan las opiniones. Las imágenes pueden confundir. Y todo eso puede resultar peligroso. Para evitarlo se crearon las Certezas Absolutas.

            La mujer se levantó para rodear el escritorio.

            —Además, tú no lo entenderías —dijo—. Lo que allí está escrito pertenece a otro tiempo. Un tiempo diferente. Un tiempo lleno de injusticia y desequilibrio. Un tiempo que fue escrito desde el odio y el resentimiento masculino. Un tiempo que nos costó mucho dejar atrás. Lo que allí se cuenta es una Historia sesgada. Nunca fue real. Sólo se hizo para engañarnos.
            —Pero… Había más. Había más… como él.

            La muchacha dejó escapar una mirada furtiva hacia la sombra inclinada en el rincón.

            —Ellos ya no pueden hacer daño —dijo la mujer—. Ya no. Eso que viste y leíste pertenece a un tiempo distinto. Un mundo desequilibrado y tóxico. Un mundo lleno de preguntas y opiniones y dudas y creencias absurdas basadas en una individualidad egoísta.
            —Pero… Había muchos…

            La mujer se aclaró la garganta antes de seguir.

            —Demasiados —dijo—, si me lo preguntas a mí. Pero eso pertenece al pasado. Ahora hay muy pocos. Un débil remanente de otra época. Ya ni siquiera son necesarios. Aprendimos a ver más allá de ellos. A ver más allá de la infeliz procreación a la que nos forzaban.

            La muchacha frunció el entrecejo. La duda en las pupilas. La palabra en los labios:

            —¿Cómo…?
            —No hace falta que lo entiendas, pero te lo voy a decir. Usamos la tecnología a nuestro favor. Gracias al Proyecto Kaguya, en una isla que se llamaba Japón, pudimos desarrollar el material genético que los hizo prescindibles.

            La mujer hizo un gesto despectivo hacia el rincón en penumbras.

            —¿Agula? —dijo la muchacha.
            —Kaguya. La matriarca. La primera de su tipo, nacida de dos madres. El principio de todo. El comienzo del regreso al orden natural de la vida. Sin ellos. Sin lo que ellos representaban. Sin la violencia del sexo. El siguiente paso evolutivo en una vida más segura.

            La mujer se ajustó los lentes sobre el puente de la nariz.

—Sin grandes corporaciones. Sin política. Sin el estrés de las ciudades. Un mundo en paz consigo mismo. Con la Naturaleza. Con nosotras. Un mundo sin el caos y las guerras que ellos imponían. Sin sus religiones patriarcales. Sin sus medicinas. Incluso, sin ellos. Una vida natural y orgánica. Una vida sin sangre derramada. Ni siquiera en nuestra comida. La Naturaleza todo lo da y todo lo ofrece porque es la Vida misma. Ojalá pudieras entenderlo.

            La muchacha ladeó la cabeza. Entreabrió la boca, pero no dijo nada. La mirada fija.

            —¿Natural? —dijo al cabo de un rato.
            —¿Natural? —repitió la mujer.
            —Usted dijo: una vida natural… pero… nosotras…

            La mujer apretó los labios. Movió la cabeza en un gesto afirmativo. Dijo:

            —Natural, sí. Pero entiendo a lo que te refieres. A la forma en que nacemos.
            —¿Por qué? —dijo.

            La mujer se sentó frente al escritorio. Su mano derecha levantó la taza de té y luego de una pausa, volvió a dejarla sobre el platillo, encima de la mesa.

            —Las opiniones no conducen a nada bueno. Ya te lo dije. Estás aquí para reconectar con la raíz del equilibrio. La fuente de tu feminidad. La riqueza de ser una mujer libre e independiente. ¿Cómo no lo ves? Deberías ser más agradecida. Créeme que no te hubiese gustado ser mujer en los tiempos antiguos.

            La muchacha abrió la boca. Esta vez sí habló:

            —¿Cómo lo sabe?
            —Lo sé.

            La muchacha bajó la cabeza una vez más.

            —No entiendo.

            La mujer esperó. Luego dijo:

            —Lo único que debes entender es que estamos aquí para ayudarte. Es lo correcto. Es por el bien de todas. Eso es lo único relevante. Es lo único que debe importarte.

            La mujer apartó la mirada de la muchacha y buscó la última hoja. Se entretuvo en hacer allí varias anotaciones.

            —Voy a recomendar otro periodo —dijo—. Debes ingerir más agua. Y caminar más. Voy a proponer que trabajes en el manantial. Aprovecha el entorno. Por esto también abandonamos las ciudades. Se hizo por ustedes. Pensando en ustedes. Cada semilla debe desarrollarse con su máximo potencial. Sin dudas. Sin opiniones innecesarias. Alégrate de formar parte de un orden perfecto y natural. Eres única.

            La muchacha esbozó una leve sonrisa.

            —Quiero mejorarme —dijo en voz baja.
            —Por eso debes ayudarnos a ayudarte.

            Después la mujer se levantó. La muchacha hizo lo mismo. El hombre encorvado del rincón se acercó para conducirla hacia el exterior del recinto. La mujer esperó detrás del escritorio hasta la llegada de una anciana. Se saludaron.

            —¿Y bien? —dijo la anciana.

            La mujer negó con la cabeza.

            —Ya veo.

            La anciana suspiró.

        —Tal vez —dijo— lo mejor sea que contribuya de una forma menos problemática. No es la primera, y probablemente tampoco será la última. Todavía estamos aprendiendo. No hay exactitud en los procedimientos. Debemos seguir intentándolo hasta eliminar los defectos genéticos subyacentes.
           —Madre…

          —Tranquila. Yo me encargaré de todo. Lo mejor es que esa pobre muchacha vuelva a integrarse en el ciclo natural de la vida. Será por un bien mayor. Al final, todas debemos hacerlo; tarde o temprano.

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