La discusión con el Dr. Kliksberg fue la gota que rebasó el vaso. Yo se lo había dejado claro desde un principio: yo hago mi trabajo en el laboratorio, yo cumplo con mis horarios, yo hago lo que me pidan, pero la única condición que pongo, lo único que exijo, es que me dejen hacer mis experimentos personales y en eso nadie se mete. Y Kliksberg estuvo de acuerdo, que sí, pero que había mucho trabajo en el laboratorio, que a lo mejor no me quedaría nada de tiempo para lo mío. Cumpla usted con su parte del trato que yo me encargo de cumplir con la mía. Vale, Evaristo, como quieras, firma aquí, tómate la foto para el carnet y pon tu huella dactilar en el escáner para que puedas entrar y salir a voluntad de las zonas de seguridad.
Diez años me gasté encerrado en ese laboratorio. Diez años en los que no tomé vacaciones, no salí, no compré nada, no gasté un céntimo. Diez años en los que estuve a merced de todas las investigaciones absurdas y estériles que se les ocurrieron al tarado de Kilksberg y a los descerebrados de mis colegas. Todo con tal de que, a partir de las 6 de la tarde y hasta la hora que me diera la gana, me dejaran solo en ese edificio infesto haciendo mi propio experimento. Pero entonces Kliksberg, seguro que apuntalado por algunos de mis colegas más imbéciles y envidiosos, comenzó con la cantaleta lastimera: ¿y qué es lo que haces hasta tan tarde?, ¿y por qué estás gastando tanta energía y tanta agua?, ¿acaso no has visto lo altas que están las cuentas de los servicios?, ¿por qué no me haces un reporte pormenorizado de tus investigaciones que justifiquen ante la directiva lo que está ocurriendo aquí? No, Kliksberg, yo puse mis condiciones y usted las aceptó. Las toma o las deja. O me dejan en paz hacer lo mío o yo me voy. Pero es que la gente está preguntando, lo que queremos es información para que no se pongan nerviosos. Váyanse largo a la mierda, yo me abro, el lunes vengo a buscar mi cheque, mucho gusto.
Esa misma noche, la última que pasé encerrado a solas en el laboratorio, recogí mis cosas más otras que no eran mías pero que por uso, abuso y costumbre, luego de diez años, me tocaban por derecho. Doctor Evaristo, no tengo la notificación correspondiente para dejar que salga con todos esos equipos, me dijo Narváez el jefe de seguridad. Pues se lo notifico yo, Narváez, dígale a Kliksberg y a su cuerda de mamarrachos en bata que me autoricé yo y me lo llevé yo, con permiso y buenas noches.
Al lunes siguiente pasé por mi cheque, y tuve que pelear de nuevo con Kliksberg porque no me lo quería dar a menos que devolviera los aparatos. Mire, Kliksberg, vamos a hablar claro, ¿usted de verdad está interesado en que yo meta abogados y le cuente a un tribunal las cochinadas que realmente están haciendo aquí dentro? Fin de la discusión, cogí mi pedazo de papel y me fui con todo lo que tenía esa misma tarde a la isla.
Busqué un terrenito apartado, lo compré con la mitad de mis ahorros. ¿Y qué va a hacer usted aquí, Doctor, si me permite la pregunta? Un campamento, amigo, un campamento para gringos y para turistas nórdicos de esos rosados que no saben qué hacer con tanta plata. Y yo voy a hacer el encargado pero sobre todo el jardinero, me voy a dedicar a la jardinería que es el sueño de mi vida.
Al verano siguiente abrí las puertas del Atomic Garden. Un campamento exclusivo para adultos. Y sólo para algunos adultos. Aquí no se piden nombres, se paga con efectivo, nada de tarjetas de créditos ni de identificaciones ni de preguntas. Usted llega, se registra con el nombre que le dé la gana o con un seudónimo, se le asigna su cabaña, pone los billetes sobre la mesa y que cada quien haga lo que le dé la soberana gana. En el Atomic Garden se vale lo que sea. No hay normas ni censuras, aquí todos están voluntariamente, son gente grande, cada uno a su cuenta y riesgo. Eso sí, soy un hombre de condiciones: a mi cabaña no entra nadie y del jardín y la fogata del último día me encargo exclusivamente yo. De resto, todo vale.
Ese verano, el primero del Atomic Garden, conocí a Chloe, una belga recién separada que se había venido al trópico a cambiar de aires y quizás de vida. Nos hicimos amigos, intimamos, fue a la única persona a la que abrí las puertas de mi cabaña y a quien mostré el experimento en mi laboratorio personal. Pero entró en pánico la pobre chica; no entendió, no quiso entender. Que no estaba de acuerdo, que mejor se iba, que ella no pensaba hacerse cómplice de algo así. Chloe nunca más salió de la cabaña. Al menos no por sus propios medios. Cómo iba a dejarla ir. No podía permitir que detonara la histeria y me saboteara el plan. Por las buenas o por las malas, te guste o no, vas a formar parte del experimento.
La última noche, la de la fogata, muchos se me acercaron a preguntar por la leña, que dónde sería, que a qué hora, que cómo iba a hacerla si por ahí no se veía ni medio tronco picado por la mitad. Tranquilos, disfruten su último día que de la fogata me encargo yo.
Esa noche a las 8 los convoqué a todos, dispuse el artefacto en el medio del jardín, les pedí que se acercaran para que pudieran ver bien que sería la fogata más bonita y fugaz que hubieran visto en sus vidas. Cuando todos estuvieron cerca me alejé sin que nadie lo notara, me fui a la cabaña, cerré bien puertas y ventanas, me puse los lentes de protección y accioné el mando a distancia.
En medio del jardín, circundado por mis campistas, se levantó un hongo atómico. Mi propio hongo artesanal hecho en casa. Una hermosura de tres metros que los cubrió de fuego y radiación y los dejó reducidos a cenizas.
Al día siguiente me puse mi sombrero y mis guantes, tomé la pala y la carretilla y me dispuse a recoger el abono. El mejor abono jamás elaborado. Sembré con él -durante jornadas ininterrumpidas de trabajo infatigable- lirios, bromelias, plantas de sábila, orquídeas y algunos árboles frutales. Al verano siguiente, para la segunda temporada del Atomic Garden, ya el jardín estaba florido y los árboles cargados de fruta. Y los campistas estaban contentos, abismados, miraban esos lirios y esas bromelias de varios metros de altura, mis sábilas que se abrían como pulpos gigantes al sol, mis orquídeas de una carnosidad y un aroma lascivos.
Y esa noche, gracias a las feromonas que despedían mis plantas, los campistas no tuvieron otra opción que entregarse sin pudor a la lujuria. Lo hicieron en sus cabañas, en los baños, sobre los mesones del comedor, en la piscina, pero sobre todo en la hierba, eran especies de gusanos reptantes, masas de carne y flujos que se retorcían y jadeaban por las caminerías del jardín. Y sí, tuvieron el sexo de sus vidas, pero también la convicción de que no era el cuerpo ajeno del amante lo que realmente deseaban. Que había algo más, un escalón más arriba, un objeto del deseo aún superior que necesitaban descubrir al caer la noche.
Y se hizo de noche otra vez y mis campistas, como muertos vivientes presos de la lujuria, abandonaron los cuerpos de sus amantes y se lanzaron al jardín. Vi entonces a mujeres entregarse a los capullos de lirios que vibraban en el interior de sus entrañas hasta hacerlas estallar en orgasmos pirotécnicos, a hombres embestir contra orquídeas más seductoras y estrujadoras que cualquier vulva en cuyas intimidades caían literalmente fundidos, a hombres y mujeres internándose en el corazón de mis sábilas pulpo que con sus pencas-tentáculos se dejaban fertilizar al tiempo que fecundaban en un abrazo fatal. Vi también a mis bromelias hincarse para succionar con sus flores-boca hasta la última gota de la simiente de sus amantes. Hasta dejarlos secos. Secos como pellejos forrando huesos.
Fue un espectáculo hermoso. Lo único que lamenté, error de cálculo mío, fue que para la última noche no hubiera ya fogata. No tendría espectadores y además ya no era necesaria; mi jardín se había encargado de agenciarse su propio abono.
Ha sido éste último un año de descanso y contemplación. Apenas, por perfeccionista maniático, uno que otro trasplante por aquí, un poco más de abono por allá, ahuyentar a los cuervos para que no se comieran las frutas o dedicarme a exterminar a las nuevas plagas inclasificables que se empeñan en comerse las hojas de mis plantas.
Hoy el Atomic Garden abre en su tercera temporada. Soy un jardinero consumado. Tocan el intercomunicador, ya han llegado los primeros campistas. Mientras levanto el auricular miro un cuervo en la ventana tocando con su pico al cristal. El animal me grita, aletea, se aleja volando con una mirada de odio. Podría jurar que en esos ojos reconocí a los de Chloe.