Luis Guillermo Franquiz
Lo más difícil, después del concierto, fue sacar el carro y devolvernos a la autopista. Se formó una cola inmensa y lenta, con cornetazos intermitentes y gente que pasaba por nuestro lado pegando gritos, todos en una misma dirección: fuera del Poliedro. Gonzalo no se aguantó y quiso prender ahí mismo el pitillo de marihuana, pero Felipe amenazó con bajarlo del carro si lo hacía. En el asiento de atrás, Roberto intentaba acomodar mejor su pierna enyesada y yo me entretenía mirando las personas que caminaban y pensando que tal vez no debía haberle entregado esa última carta. No podía concentrarme en otra cosa sino en la expresión hosca de su rostro y el gesto de desdén ante mi insistencia tan torpe.
―Coño, marico ―dijo Gonzalo―; nadie se va a dar cuenta, no te enrolles…
―Te dije que no ―insistió Felipe sin apartar la vista del volante―. Hay mucha gente y tombos alrededor. Verga, ¿no te puedes esperar?
―¿Hasta dónde? ¿Hasta que lleguemos a la autopista? ―Gonzalo soltó una risotada que reverberó dentro del carro―. No me jodas. ¿Tú crees que con tanta gente caminando nos van a parar bolas a nosotros? Ni que fuéramos los únicos.
―No, no. Deja el fastidio. Me arrecha cuando te pones bruto, ¿ves?
Gonzalo sacó la cabeza por la ventana y gritó:
―¡Quiero fumar, nojoda!
Un coro de muchachos le respondió con diferentes insultos.
―Coño, loco ―dijo Roberto―, deja el peo, brother. No seas vicioso.
―¿Y si prendo una chicharra? ―suplicó.
Felipe hizo chasquear la lengua y Roberto le dio un empujón en la nuca a Gonzalo. Escuché todo esto con la mitad de mi atención, porque seguía mirando la cara de Roberto en mi mente, su negativa tan lisa, el papel doblado entre nosotros y la envalentonada respuesta de que quemaría los pliegos si él no los recibía. Luego el yesquero, el manotazo inútil de Roberto, la advertencia de que si dejaba arder la carta no le hablara de nuevo; y el pánico y el olor a chamuscado en medio de aquel gentío que colmaba el estacionamiento del Poliedro para ver a Guns N’ Roses, como si no hubiese podido escoger otro momento para intercambiar una nota con mi mejor amigo.
―¿Y chicharra no es ese instrumento de cuerdas que uno toca? ―preguntó Roberto con acento colombiano, imitando al personaje de Radio Rochela.
Gonzalo soltó otra carcajada. Miré de reojo y vi que a Felipe se le escapaba una risa mal disimulada por la comisura de los párpados.
―No, no, compadre ―dijo Gonzalo, también imitando el acento colombiano―, eso es guitarra.
―Ajááááááá… ―siguió Roberto―. ¿Y guitarra no es la muchacha esa de la novela nueva? ¿La Kassandra?
Nuevas carcajadas dentro del carro.
―No, compadre, esa es gitana.
―Usted me está confundiendo, compadre, ¿y gitana no es lo que usan los curas? ―dijo Roberto, simulando que se estaba molestando.
Las risotadas de Gonzalo y Felipe servían de puente entre ellos.
―Que no, compadre, eso es sotana…
―¡Mire! ―intervino Felipe entre risas―, no le grite al compadre porque le clavo un dientazo.
Mis amigos volvieron a reír, pero yo seguía con la vista fija en el vidrio, viendo sin ver a los que pasaban hablando y cantando, estacionado en el presente inmediato y en el pasado que acabábamos de compartir unas horas antes, justo cuando comenzó la llovizna que acompañó el estruendo de “November Rain” desde la tarima y el piano y la voz aguda de Axl Rose. Me pregunté qué habría pasado si la carta se hubiese convertido en ceniza, o si nunca la hubiera sacado del bolsillo de la chaqueta, o si la pierna de Roberto estuviera sana y no hubiésemos tenido que quedarnos atrás, junto a uno de los postes de luz, viendo cómo Gonzalo se escabullía entre el gentío para acercarse a “la olla” y Felipe buscaba un sitio apartado donde orinar. Preguntas tontas que conducían a ninguna parte, igual que la tranca que nos detenía allí mismo. Y la voz de Gonzalo que era tan estridente.
―¡Claro que sí! ―estaba diciendo Felipe―. El concierto de Iron Maiden estuvo más arrecho, no hables paja.
―¡De bolas que no! ―dijo Gonzalo―. El de Guns lo tuvieron que hacer en el estacionamiento, ¡en el estacionamiento!, porque la gente no cabía adentro, marico ¡No cabían! Sácalo por ahí.
Felipe soltó un bufido para restarle valor a ese detalle del concierto y Gonzalo volvió a reír con descaro.
―Tú lo que estás es sangrando por la herida, marico, porque sabes que el toque de Guns fue mejor, no lo puedes negar, chamo.
―Estuvo de pinga ―concedió Felipe―, pero no estuvo mejor, tampoco así.
―Verga, Felipe: Guns tiene presencia, un disco impactante, un espectáculo que vale la pena y mucha, muuuuuuucha actitud; no me jodas, pana.
―Coño ―dijo Roberto―, pero Axl sonaba malísimo hoy, ¿o son vainas mías?
―Ese tipo está frito ―insistió Felipe―. ¡Frito!
―Te mata la envidia, güevón ―dijo Gonzalo con otra carcajada maligna―. Sabes que Iron jamás va a alcanzar ese nivel.
De pronto pensé en las palabras de mi madre si nos hubiese visto en ese momento, en Caracas, con el carro robado y en plena madrugada. El peo sería mayúsculo. Y encima, se iba a engorilar más cuando supiera que había usado el dinero de los estrenos para comprar la entrada: 3.000 bolos gastados de un solo trancazo en un concierto que tampoco me había gustado. Mis amigos hablaban de la guitarra de Slash, de la canción “Civil War” con la bandera de Venezuela en alto, de las comiquitas que pasaron antes del toque, que si Axl se parecía a Carmen Victoria Pérez con sus cambios de trajes, de las gigantografías que adornaban ambos lados de la tarima y otras pendejadas más, pero yo seguía enfermo pensando en la cagada con Roberto y el rollo con mi vieja cuando llegáramos a Valencia.
―”Mister Brownstone” ―dijo Gonzalo― siempre es el segundo tema en todos los toques. Y cerrar con “Paradise City” estuvo del carajo, hay que reconocerlo.
―¡Marico! ―dijo Roberto―. “Yesterdays” fue un regalo.
―Sí, pero si te pones a ver, fue un toque corto, comparado con los demás.
El congestionamiento disminuyó cuando logramos incorporarnos a la autopista, dos horas después del despelote para salir. Hacía mucho frío mientras pasábamos por Tazón y había bastante neblina. Agradecí en silencio que ninguno de los muchachos me prestara demasiada atención, todavía preocupado por lo que diría mi madre y por el rollo con la carta de Roberto. ¿Por qué era tan difícil que se pusiera en mis zapatos, que entendiera lo que yo quería? Intentar explicarle que él era importante para mí, que yo comprendía su situación, que quería ayudarlo, que podía confiar en mí, que no iba a defraudarlo; pero, no. Cada vez que yo quería hablar, decirle algo, se cerraba como una ostra.
―De bolas que es un mamagüevo ―estaba diciendo Felipe mientras aceleraba en la autopista, alejándonos de Caracas―. ¿Tú no escuchaste cómo nos insultó?
Otra risotada siniestra de Gonzalo antes de replicarle:
―Tú sí eres loquito, Felipe. ¿En qué momento hizo eso si de vaina saludó? Lo único que dijo fue algo así como «Hola, Caracas» en un español chapucero, antes de “Live and Let Die” ―y volvió a reírse.
Dejé de mirarlos cuando vi que Gonzalo subía el vidrio para encender otro pitillo de marihuana y Felipe le reclamaba para que volviera a bajarlo. Roberto mencionó algo sobre la guitarra de Slash y convinieron en que se trataba de una Gibson doble de color negro y luego volví a fijarme en la oscuridad exterior, en la futura bronca con mi vieja por haberme robado el carro y fugarme con estos amigos rockeros y satánicos, como ella les decía. También percibí cómo Roberto cambiaba de posición para acomodar su pierna y pensé en el yeso y de nuevo en el instante en que su mirada enmudeció cuando quise entregarle la bendita carta. ¿Cuál era el problema? Sólo había querido decirle que podía contar conmigo, que yo estaba allí para él, que lamentaba los problemas que tenía viviendo con su madrina, pero Roberto no quería entenderme.
―De pana ―decía Felipe―, si no lo hubiesen sacado, capaz y lo bajan y lo matan.
―Pero en qué cabeza cabe ―era Gonzalo, entre risas, tal vez por la situación o por el efecto de la marihuana― montar al Conde del Guácharo como telonero, marico. Al menos en el concierto de Iron pusieron a Gillman.
―No ―siguió Roberto―, ¿y te fijaste en la vaina de que si no lo dejaban echar sus chistes le iba a decir a Axl que no saliera?
Ellos rieron y yo los miré como si fuera un fantasma. El viaje de regreso se hizo largo o corto, según como se interprete. Me sentí ajeno, ausente, y sólo volví a tener cierto sentido de pertenencia cuando pasamos junto a Maracay y la enorme fachada de letras rojas y blancas de Mundoblanco me distrajo de lo que pensaba. Letras rojas como la sangre congelada en mis venas, como la mañana problemática que tendría con mi vieja, como la tinta que utilicé para escribir la carta a Roberto. Entonces Felipe me habló, quiso saber si me había dormido.
―No ―dije.
―¿Tienes sueño? ―preguntó Gonzalo―, porque yo lo que tengo es moooooonchi.
―No ―repetí―. Creo que me quiere doler la cabeza.
―¿Te duele la cabeza?
Asentí.
―Bueno, no te lo meto todo, pues.
La risa tonta de Gonzalo fue otra distracción.
―¿Qué te pasa? ―dijo Roberto, hablándome por primera vez desde que salimos.
―Nada.
―¿Qué te pasa? ―volvió a preguntar y me empujó el hombro―. ¿Vienes arrecho? ¿Estás arrechito?
―Deja el fastidio. No tengo nada.
―Ah, vaina, alguien viene de mal humor ―dijo Roberto con tono sarcástico y volvió a empujarme el hombro.
Giré en el asiento para mirarlo de frente y le pedí que no me empujara; intenté que mi voz sonara firme y seca. Los ojos de Roberto me devolvieron un gesto de desdén como el que había utilizado para rechazar mi carta. Y volvió a empujarme el hombro, con más fuerza. Quise enseñarle que no me iba a dejar amedrentar por su repentino interés en mis estados de ánimo, y le devolví el empujón. Roberto abrió más los párpados y ensanchó una sonrisa maliciosa antes de que comenzáramos a forcejear en el asiento, aunque con cierto cuidado de mantener su pierna enyesada ajena a nuestro conflicto. Los empujones pronto se transformaron en unos puños aferrando mis muñecas y en un despliegue de fuerza mal disimulada para que uno sometiera al otro.
―Dejen el peo, coño ―dijo Felipe justo antes de que entráramos al túnel. Gonzalo se dedicó a cambiar el cassette del reproductor y un tema estridente de Marillion sonó por las cornetas, cubriendo parte de los bufidos que soltaba en el asiento trasero del carro. Las luces dentro del túnel se reflejaron sobre la cara de Roberto como una intermitente máscara que velaba sus pupilas vidriosas. Sonreí al descubrir que su pierna lo obligaba a maniobrar con desventaja, haciéndole perder el equilibrio y quedar acostado a lo largo del asiento. Su boca se torció en una mueca que imitaba una sonrisa de frustrada derrota, pero aún no se daba por vencido; empujé con más fuerza y quedé casi encima de su pecho, con una mano libre para sujetarlo por el cuello. En ese breve paréntesis sentí que al fin podía desquitarme de todos sus desplantes y risitas de burla de una vez por todas.
―Que dejen el peo, verga ―gritó Felipe por encima de la música. Gonzalo apoyó la cabeza en el respaldo y se mantuvo inmóvil, balbuceando palabras ininteligibles.
No sé en qué momento sus manos dejaron de sujetar mis muñecas. La oscuridad tapó nuestro forcejeo y quedamos unidos por los estertores finales de la batalla. Supe que lo había vencido cuando quiso alzar la voz para pedir ayuda y me apresuré a cubrir su boca con una de mis manos. Roberto hizo lo mismo para impedir que cantara mi victoria. Sentí que su lengua empujaba contra la palma de mi mano y yo lo imité. Después forcejeamos un poco más y noté que intentaba decirme algo, así que aparté los dedos con cautela.
―Si no quitas la mano de ahí, no respondo.
Lo dijo junto a mi cara, pude escucharlo a pesar de la música alta y el viento que entraba por las ventanas; sus ojos no se apartaron de los míos y el instante pareció durar para siempre. No me atreví a moverme porque no entendía bien a qué se refería. Me fijé en mi mano derecha, sujetando su cuello, y luego los nervios y músculos del brazo izquierdo parecieron cobrar vida, poco a poco, por partes, desde el hombro, pasando por el codo, hasta que moví los dedos y comprendí que reposaban sobre su entrepierna. Lo primero que experimenté fue una violenta oleada de pánico que me inmovilizó por completo y no supe qué hacer a continuación. ¿Por qué? ¿Qué hacía mi mano ahí? ¿Por qué Roberto estaba tan quieto? Y el momento se prolongó sin que ninguno parpadeara. La voz de Felipe se alzó por encima de nuestra parálisis y las canciones de Marillion.
―¡Loco! ¡Quita esa verga, nojoda!
Gonzalo se removió en su asiento y se inclinó para buscar otro cassette. Pude oír que se quejaba con fastidio y luego Felipe diciendo que todo el mundo se había dormido y él tenía que manejar a solas. Roberto volvió a sujetar mi muñeca y me apartó con cuidado, sin movimientos bruscos, sin apartar la vista de mis ojos. Se incorporó a medias sobre el asiento y cuando quise hacer lo mismo, me lo impidió con un gesto breve y decidido. Dijo que él no estaba dormido, lo dijo en voz alta, se lo dijo a Felipe, porque Gonzalo parecía preferir la superficie lisa del vidrio de la ventana. En el reproductor sonaba el cassette de Guns N’ Roses: “Appetite for Destruction” y se mezclaba bastante bien con el olor del pantalón de Roberto, el aroma de su entrepierna, esa fragancia particular que era típica de Roberto y sólo de Roberto, podía jurarlo con los ojos cerrados.
―¿Qué pasó? ―dijo él―. ¿Para qué pusieron esa verga otra vez?
―Este güevón ―contestó Felipe―. La marihuana debe ser que lo deja sordo.
―¿Y no hay otra vaina?
―No sé. ¿Y Miguel?
―Este marico se durmió. Dolor de cabeza, creo.
Mientras Roberto respondía al mismo tiempo desabrochaba el pantalón y bajaba la cremallera. El olor de su entrepierna se intensificó. Con la otra mano sujetó mi nuca para acercarme y llenar mi boca con su erección. Actué por instinto, hice lo mismo que hubiese hecho un cachorro recién nacido junto a su madre, y chupé con ganas, con el mismo apetito por destrucción que titulaba el álbum del grupo sonando en el reproductor. Chupé y chupé en medio de la oscuridad, por encima de la pierna enyesada de Roberto y por debajo de su mirada atenta, chupé con ganas atrasadas y recién descubiertas, chupé como nunca lo había hecho antes, vigilando que mis dientes no lo lastimaran.
―Ese disco es una mierda ―dijo Gonzalo con voz soñolienta.
―¡Quita esa verga, loco!
―¡Coño! Cambia el cassette, nojoda.
―¿Y qué pongo? Ahí lo que hay es pura música de jeva, ¿qué quieres que haga?
―En lo que lleguemos te voy a patear el culo, Gonzo ―dijo Felipe.
Ellos siguieron hablando y quejándose, soltando palabras confusas que muy pronto se volvieron saladas en mi garganta, espesas y abundantes, y tuve que tragármelas porque no podía hacer otra cosa, porque no supe hacer otra cosa. Y a pesar de lo desagradable del momento, de la bronca que tendría con mi vieja cuando llegáramos, de la posibilidad de que cualquiera de ellos volteara y me viera con los labios apretados, lo disfruté, confieso que lo disfruté, allí en el fondo del asiento y en plena oscuridad, con el sabor de la música colmando mi boca sonriente.