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Channel: Galpón Chang de jóvenes poetas
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El sabor de la música

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Luis Guillermo Franquiz




Lo más difícil, después del concierto, fue sacar el carro y devolvernos a la autopista. Se formó una cola inmensa y lenta, con cornetazos intermitentes y gente que pasaba por nuestro lado pegando gritos, todos en una misma dirección: fuera del Poliedro. Gonzalo no se aguantó y quiso prender ahí mismo el pitillo de marihuana, pero Felipe amenazó con bajarlo del carro si lo hacía. En el asiento de atrás, Roberto intentaba acomodar mejor su pierna enyesada y yo me entretenía mirando las personas que caminaban y pensando que tal vez no debía haberle entregado esa última carta. No podía concentrarme en otra cosa sino en la expresión hosca de su rostro y el gesto de desdén ante mi insistencia tan torpe.

―Coño, marico ―dijo Gonzalo―; nadie se va a dar cuenta, no te enrolles…
―Te dije que no ―insistió Felipe sin apartar la vista del volante―. Hay mucha gente y tombos alrededor. Verga, ¿no te puedes esperar?
―¿Hasta dónde? ¿Hasta que lleguemos a la autopista? ―Gonzalo soltó una risotada que reverberó dentro del carro―. No me jodas. ¿Tú crees que con tanta gente caminando nos van a parar bolas a nosotros? Ni que fuéramos los únicos.
―No, no. Deja el fastidio. Me arrecha cuando te pones bruto, ¿ves?

Gonzalo sacó la cabeza por la ventana y gritó:

―¡Quiero fumar, nojoda!

Un coro de muchachos le respondió con diferentes insultos.

―Coño, loco ―dijo Roberto―, deja el peo, brother. No seas vicioso.
―¿Y si prendo una chicharra? ―suplicó.

Felipe hizo chasquear la lengua y Roberto le dio un empujón en la nuca a Gonzalo. Escuché todo esto con la mitad de mi atención, porque seguía mirando la cara de Roberto en mi mente, su negativa tan lisa, el papel doblado entre nosotros y la envalentonada respuesta de que quemaría los pliegos si él no los recibía. Luego el yesquero, el manotazo inútil de Roberto, la advertencia de que si dejaba arder la carta no le hablara de nuevo; y el pánico y el olor a chamuscado en medio de aquel gentío que colmaba el estacionamiento del Poliedro para ver a Guns N’ Roses, como si no hubiese podido escoger otro momento para intercambiar una nota con mi mejor amigo.

―¿Y chicharra no es ese instrumento de cuerdas que uno toca? ―preguntó Roberto con acento colombiano, imitando al personaje de Radio Rochela.

Gonzalo soltó otra carcajada. Miré de reojo y vi que a Felipe se le escapaba una risa mal disimulada por la comisura de los párpados.

―No, no, compadre ―dijo Gonzalo, también imitando el acento colombiano―, eso es guitarra.
―Ajááááááá… ―siguió Roberto―. ¿Y guitarra no es la muchacha esa de la novela nueva? ¿La Kassandra?

Nuevas carcajadas dentro del carro.

―No, compadre, esa es gitana.
―Usted me está confundiendo, compadre, ¿y gitana no es lo que usan los curas? ―dijo Roberto, simulando que se estaba molestando.
         
Las risotadas de Gonzalo y Felipe servían de puente entre ellos.
         
―Que no, compadre, eso es sotana…
―¡Mire! ―intervino Felipe entre risas―, no le grite al compadre porque le clavo un dientazo.

Mis amigos volvieron a reír, pero yo seguía con la vista fija en el vidrio, viendo sin ver a los que pasaban hablando y cantando, estacionado en el presente inmediato y en el pasado que acabábamos de compartir unas horas antes, justo cuando comenzó la llovizna que acompañó el estruendo de “November Rain” desde la tarima y el piano y la voz aguda de Axl Rose. Me pregunté qué habría pasado si la carta se hubiese convertido en ceniza, o si nunca la hubiera sacado del bolsillo de la chaqueta, o si la pierna de Roberto estuviera sana y no hubiésemos tenido que quedarnos atrás, junto a uno de los postes de luz, viendo cómo Gonzalo se escabullía entre el gentío para acercarse a “la olla” y Felipe buscaba un sitio apartado donde orinar. Preguntas tontas que conducían a ninguna parte, igual que la tranca que nos detenía allí mismo. Y la voz de Gonzalo que era tan estridente.

―¡Claro que sí! ―estaba diciendo Felipe―. El concierto de Iron Maiden estuvo más arrecho, no hables paja.
―¡De bolas que no! ―dijo Gonzalo―. El de Guns lo tuvieron que hacer en el estacionamiento, ¡en el estacionamiento!, porque la gente no cabía adentro, marico ¡No cabían! Sácalo por ahí.

Felipe soltó un bufido para restarle valor a ese detalle del concierto y Gonzalo volvió a reír con descaro.

―Tú lo que estás es sangrando por la herida, marico, porque sabes que el toque de Guns fue mejor, no lo puedes negar, chamo.
―Estuvo de pinga ―concedió Felipe―, pero no estuvo mejor, tampoco así.
―Verga, Felipe: Guns tiene presencia, un disco impactante, un espectáculo que vale la pena y mucha, muuuuuuucha actitud; no me jodas, pana.
―Coño ―dijo Roberto―, pero Axl sonaba malísimo hoy, ¿o son vainas mías?
―Ese tipo está frito ―insistió Felipe―. ¡Frito!
―Te mata la envidia, güevón ―dijo Gonzalo con otra carcajada maligna―. Sabes que Iron jamás va a alcanzar ese nivel.

De pronto pensé en las palabras de mi madre si nos hubiese visto en ese momento, en Caracas, con el carro robado y en plena madrugada. El peo sería mayúsculo. Y encima, se iba a engorilar más cuando supiera que había usado el dinero de los estrenos para comprar la entrada: 3.000 bolos gastados de un solo trancazo en un concierto que tampoco me había gustado. Mis amigos hablaban de la guitarra de Slash, de la canción “Civil War” con la bandera de Venezuela en alto, de las comiquitas que pasaron antes del toque, que si Axl se parecía a Carmen Victoria Pérez con sus cambios de trajes, de las gigantografías que adornaban ambos lados de la tarima y otras pendejadas más, pero yo seguía enfermo pensando en la cagada con Roberto y el rollo con mi vieja cuando llegáramos a Valencia.

―”Mister Brownstone” ―dijo Gonzalo― siempre es el segundo tema en todos los toques. Y cerrar con “Paradise City” estuvo del carajo, hay que reconocerlo.
―¡Marico! ―dijo Roberto―. “Yesterdays” fue un regalo.
―Sí, pero si te pones a ver, fue un toque corto, comparado con los demás.

El congestionamiento disminuyó cuando logramos incorporarnos a la autopista, dos horas después del despelote para salir. Hacía mucho frío mientras pasábamos por Tazón y había bastante neblina. Agradecí en silencio que ninguno de los muchachos me prestara demasiada atención, todavía preocupado por lo que diría mi madre y por el rollo con la carta de Roberto. ¿Por qué era tan difícil que se pusiera en mis zapatos, que entendiera lo que yo quería? Intentar explicarle que él era importante para mí, que yo comprendía su situación, que quería ayudarlo, que podía confiar en mí, que no iba a defraudarlo; pero, no. Cada vez que yo quería hablar, decirle algo, se cerraba como una ostra.

―De bolas que es un mamagüevo ―estaba diciendo Felipe mientras aceleraba en la autopista, alejándonos de Caracas―. ¿Tú no escuchaste cómo nos insultó?

Otra risotada siniestra de Gonzalo antes de replicarle:

―Tú sí eres loquito, Felipe. ¿En qué momento hizo eso si de vaina saludó? Lo único que dijo fue algo así como «Hola, Caracas» en un español chapucero, antes de “Live and Let Die” ―y volvió a reírse.

Dejé de mirarlos cuando vi que Gonzalo subía el vidrio para encender otro pitillo de marihuana y Felipe le reclamaba para que volviera a bajarlo. Roberto mencionó algo sobre la guitarra de Slash y convinieron en que se trataba de una Gibson doble de color negro y luego volví a fijarme en la oscuridad exterior, en la futura bronca con mi vieja por haberme robado el carro y fugarme con estos amigos rockeros y satánicos, como ella les decía. También percibí cómo Roberto cambiaba de posición para acomodar su pierna y pensé en el yeso y de nuevo en el instante en que su mirada enmudeció cuando quise entregarle la bendita carta. ¿Cuál era el problema? Sólo había querido decirle que podía contar conmigo, que yo estaba allí para él, que lamentaba los problemas que tenía viviendo con su madrina, pero Roberto no quería entenderme.

―De pana ―decía Felipe―, si no lo hubiesen sacado, capaz y lo bajan y lo matan.
―Pero en qué cabeza cabe ―era Gonzalo, entre risas, tal vez por la situación o por el efecto de la marihuana― montar al Conde del Guácharo como telonero, marico. Al menos en el concierto de Iron pusieron a Gillman.

―No ―siguió Roberto―, ¿y te fijaste en la vaina de que si no lo dejaban echar sus chistes le iba a decir a Axl que no saliera?

Ellos rieron y yo los miré como si fuera un fantasma. El viaje de regreso se hizo largo o corto, según como se interprete. Me sentí ajeno, ausente, y sólo volví a tener cierto sentido de pertenencia cuando pasamos junto a Maracay y la enorme fachada de letras rojas y blancas de Mundoblanco me distrajo de lo que pensaba. Letras rojas como la sangre congelada en mis venas, como la mañana problemática que tendría con mi vieja, como la tinta que utilicé para escribir la carta a Roberto. Entonces Felipe me habló, quiso saber si me había dormido.

―No ―dije.
―¿Tienes sueño? ―preguntó Gonzalo―, porque yo lo que tengo es moooooonchi.
―No ―repetí―. Creo que me quiere doler la cabeza.
―¿Te duele la cabeza?

Asentí.

―Bueno, no te lo meto todo, pues.

La risa tonta de Gonzalo fue otra distracción.

―¿Qué te pasa? ―dijo Roberto, hablándome por primera vez desde que salimos.
―Nada.
―¿Qué te pasa? ―volvió a preguntar y me empujó el hombro―. ¿Vienes arrecho? ¿Estás arrechito?
―Deja el fastidio. No tengo nada.
―Ah, vaina, alguien viene de mal humor ―dijo Roberto con tono sarcástico y volvió a empujarme el hombro.

Giré en el asiento para mirarlo de frente y le pedí que no me empujara; intenté que mi voz sonara firme y seca. Los ojos de Roberto me devolvieron un gesto de desdén como el que había utilizado para rechazar mi carta. Y volvió a empujarme el hombro, con más fuerza. Quise enseñarle que no me iba a dejar amedrentar por su repentino interés en mis estados de ánimo, y le devolví el empujón. Roberto abrió más los párpados y ensanchó una sonrisa maliciosa antes de que comenzáramos a forcejear en el asiento, aunque con cierto cuidado de mantener su pierna enyesada ajena a nuestro conflicto. Los empujones pronto se transformaron en unos puños aferrando mis muñecas y en un despliegue de fuerza mal disimulada para que uno sometiera al otro.

―Dejen el peo, coño ―dijo Felipe justo antes de que entráramos al túnel. Gonzalo se dedicó a cambiar el cassette del reproductor y un tema estridente de Marillion sonó por las cornetas, cubriendo parte de los bufidos que soltaba en el asiento trasero del carro. Las luces dentro del túnel se reflejaron sobre la cara de Roberto como una intermitente máscara que velaba sus pupilas vidriosas. Sonreí al descubrir que su pierna lo obligaba a maniobrar con desventaja, haciéndole perder el equilibrio y quedar acostado a lo largo del asiento. Su boca se torció en una mueca que imitaba una sonrisa de frustrada derrota, pero aún no se daba por vencido; empujé con más fuerza y quedé casi encima de su pecho, con una mano libre para sujetarlo por el cuello. En ese breve paréntesis sentí que al fin podía desquitarme de todos sus desplantes y risitas de burla de una vez por todas.
―Que dejen el peo, verga ―gritó Felipe por encima de la música. Gonzalo apoyó la cabeza en el respaldo y se mantuvo inmóvil, balbuceando palabras ininteligibles.
         
No sé en qué momento sus manos dejaron de sujetar mis muñecas. La oscuridad tapó nuestro forcejeo y quedamos unidos por los estertores finales de la batalla. Supe que lo había vencido cuando quiso alzar la voz para pedir ayuda y me apresuré a cubrir su boca con una de mis manos. Roberto hizo lo mismo para impedir que cantara mi victoria. Sentí que su lengua empujaba contra la palma de mi mano y yo lo imité. Después forcejeamos un poco más y noté que intentaba decirme algo, así que aparté los dedos con cautela.

―Si no quitas la mano de ahí, no respondo.

Lo dijo junto a mi cara, pude escucharlo a pesar de la música alta y el viento que entraba por las ventanas; sus ojos no se apartaron de los míos y el instante pareció durar para siempre. No me atreví a moverme porque no entendía bien a qué se refería. Me fijé en mi mano derecha, sujetando su cuello, y luego los nervios y músculos del brazo izquierdo parecieron cobrar vida, poco a poco, por partes, desde el hombro, pasando por el codo, hasta que moví los dedos y comprendí que reposaban sobre su entrepierna. Lo primero que experimenté fue una violenta oleada de pánico que me inmovilizó por completo y no supe qué hacer a continuación. ¿Por qué? ¿Qué hacía mi mano ahí? ¿Por qué Roberto estaba tan quieto? Y el momento se prolongó sin que ninguno parpadeara. La voz de Felipe se alzó por encima de nuestra parálisis y las canciones de Marillion.

―¡Loco! ¡Quita esa verga, nojoda!

Gonzalo se removió en su asiento y se inclinó para buscar otro cassette. Pude oír que se quejaba con fastidio y luego Felipe diciendo que todo el mundo se había dormido y él tenía que manejar a solas. Roberto volvió a sujetar mi muñeca y me apartó con cuidado, sin movimientos bruscos, sin apartar la vista de mis ojos. Se incorporó a medias sobre el asiento y cuando quise hacer lo mismo, me lo impidió con un gesto breve y decidido. Dijo que él no estaba dormido, lo dijo en voz alta, se lo dijo a Felipe, porque Gonzalo parecía preferir la superficie lisa del vidrio de la ventana. En el reproductor sonaba el cassette de Guns N’ Roses: “Appetite for Destruction” y se mezclaba bastante bien con el olor del pantalón de Roberto, el aroma de su entrepierna, esa fragancia particular que era típica de Roberto y sólo de Roberto, podía jurarlo con los ojos cerrados.

―¿Qué pasó? ―dijo él―. ¿Para qué pusieron esa verga otra vez?
―Este güevón ―contestó Felipe―. La marihuana debe ser que lo deja sordo.
―¿Y no hay otra vaina?
―No sé. ¿Y Miguel?
―Este marico se durmió. Dolor de cabeza, creo.

Mientras Roberto respondía al mismo tiempo desabrochaba el pantalón y bajaba la cremallera. El olor de su entrepierna se intensificó. Con la otra mano sujetó mi nuca para acercarme y llenar mi boca con su erección. Actué por instinto, hice lo mismo que hubiese hecho un cachorro recién nacido junto a su madre, y chupé con ganas, con el mismo apetito por destrucción que titulaba el álbum del grupo sonando en el reproductor. Chupé y chupé en medio de la oscuridad, por encima de la pierna enyesada de Roberto y por debajo de su mirada atenta, chupé con ganas atrasadas y recién descubiertas, chupé como nunca lo había hecho antes, vigilando que mis dientes no lo lastimaran.
         
―Ese disco es una mierda ―dijo Gonzalo con voz soñolienta.
―¡Quita esa verga, loco!
―¡Coño! Cambia el cassette, nojoda.
―¿Y qué pongo? Ahí lo que hay es pura música de jeva, ¿qué quieres que haga?
―En lo que lleguemos te voy a patear el culo, Gonzo ―dijo Felipe.

Ellos siguieron hablando y quejándose, soltando palabras confusas que muy pronto se volvieron saladas en mi garganta, espesas y abundantes, y tuve que tragármelas porque no podía hacer otra cosa, porque no supe hacer otra cosa. Y a pesar de lo desagradable del momento, de la bronca que tendría con mi vieja cuando llegáramos, de la posibilidad de que cualquiera de ellos volteara y me viera con los labios apretados, lo disfruté, confieso que lo disfruté, allí en el fondo del asiento y en plena oscuridad, con el sabor de la música colmando mi boca sonriente.


El rock de la raza

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Fedosy Santaella




La procesión, el calor, la sed y esa especie de arrepentimiento. Con la mandíbula tensa, miraba a los lados, la cabeza yendo y viniendo. Huía del sol y encontró una sombra contra la pared de una casa, bajo un alero. Un cacho de sombra apenas. Fue peor. Clavado sobre ese pedazo de tierra, las imágenes del mundo se le vinieron encima, lo galoparon, se le hicieron estampida. Qué cagada, Alexander, qué cagada. Manchones purpúreos, olores de incienso. El camarógrafo, pensó en su camarógrafo. Quién sabe qué se había hecho. Escuchó los rezos de los cucuruchos, el chas chas de sus pasos. La cabeza le iba a estallar, la sed lo iba a matar. Su mente, quizás a la búsqueda de un acicate, acudió el inicio de la noche anterior. Se vio de pie junto a la barra, disfrutando de su cerveza, tranquilo y despreocupado junto a Raúl. Se vio beatífico, sacramental. Con todo, aquel estado de gracia no duraría. Pronto descubrirían a los tres tipos en la mesa; a los tres tipos y sus miradas de duro tupé.



Raúl, su camarógrafo, había lanzado la vista al techo, como rogándole al cielo que el asunto no fuera con ellos. Él, por su parte, se había centrado en la puerta de salida, midiendo la distancia entre los brazos agresores y el escape. Uno de cola de caballo, cara apretada, zarcillo y chemise blanca y estrecha para sus músculos bien formados, se puso de pie, se les acercó y les preguntó qué carajos hacían dos maricones como ellos en un bar de puros machos.



Raúl había tomado de la cerveza para no contestar, y Alexander, en apenas esa fracción de segundo en la que vio a Raúl llevarse la botella a la boca, comprendió que no era trabajo de camarógrafos —según los camarógrafos— ocuparse de asuntos como aquellos y que los directores, productores y guionistas de cualquier documental que se realice en cualquier parte del mundo, son y serán para siempre los encargados de las relaciones públicas.



Habían llegado a Antigua Guatemala para hacer un documental sobre las procesiones de Semana Santa. Luego de una estadía de apenas un día en Guatemala City, habían partido en una van hacia la antigua capital. Ya en la posada, luego de registrarse, salieron a fumar y a ver la calle que los recibía. Volvieron adentro y acordaron descansar hasta la hora de la cena. A las seis se reunieron en el patio y fueron a cenar a un restaurante cercano. Se demoraron con café y cervezas. De vuelta a la posada, Sucre, el sonidista, se encerró a fumar monte, y Leonel, el guía guatemalteco, se fue quién sabe qué cosa. Raúl y Alexander salieron a grabar el proceso de realización de las famosas alfombras de flores y aserrín pigmentado. Los vecinos de cada calle habían comenzado a rellenar los moldes y ya se adivinaban algunas formas. El camarógrafo se movía a sus anchas. El director iba concentrado en sí mismo. Aquella noche fresca se le antojaba encerrada en una membrana protectora, reparadora de cualquier cansancio. Recordó su colegio de primaria, las monjas alegres que le daban clase. Alguna vez había vivido en aquella dicha religiosa, incluso había llegado a sopesar la posibilidad de meterse a cura o a hermano de La Salle. Pero esos tiempos habían pasado. Él era otro y, definitivamente, lo habitaban otros fuegos.



Se dijo que necesitaba una cerveza y, por qué no, algo más. Finalmente encontró su panacea, un bar sin identificación alguna, de fachada en obra desnuda en alguna calle más de tierra que de piedras. Entró, fue hasta la barra y pidió una cerveza. Bebió un par de tragos y salió con la botella en la mano. Deshizo el camino, buscando el punto donde había dejado a Raúl. Lo encontró sin andar mucho, pues el camarógrafo había avanzado con su cámara, grabando. Le contó del bar, el camarógrafo se fue tras él.



Trabajaban haciendo documentales, y entraron como si la muerte les perteneciera, como si aquel oficio los imbuyera de alguna mantilla sagrada que los protegía de todo mal. En la barra, pidieron una cerveza para Raúl. Minutos más tarde, el tipo de la cola de caballo les decía cuatro cosas y Alexander se disponía a decir lo que fuera; total, le saldría una paliza más que segura.



—¿Qué hubo? —fue lo único que se le ocurrió decir— Somos de Venezuela y estamos haciendo un documental.



Le pareció ver entonces que el tipo apretaba con más fuerza su botella de cerveza y que se les hinchaban aún más los bíceps. En la mesa, sus compañeros aguardaban con dientes filosos.



—¿Y a mi qué mi importa, cabrón? —soltó el de la cola de cabello. Acto seguido se les terminó de venir encima, con toda su dureza y su calor rancio. Alexander apenas alcanzó a ver que los otros dos también se ponían de pie.



El universo fue entonces un cataclismo de close-ups, imágenes barridas, parpadeos y luces negras. La escena duró unos instantes. De inmediato hubo una voz joven, celestial, que frenó puñetazos y patadas, y que congeló el tiempo, o más bien que los volvió a traer al tiempo, a sacarlos del caos primigenio, de los titanes. La voz se metió entre ellos.



—Aguas, aguas, que son cuates, ya párale.



Hubo preguntas aprensivas y respuestas rápidas.



—Son de la tele, cabrón, vienen a promocionar el país.

  

El muro selvático de los agresores y, sobre todo, las facciones de cola de caballo, se fueron disolviendo hasta cederle su lugar a la figura de un muchacho de facciones chapinas.



—No les hagan caso, mis cuates. Vengan, vengan.



Raúl y Alexander siguieron a su joven salvador a otra estancia dentro de aquel bar, un sitio al aire libre con mesas largas y bancos también largos, todo de cemento. Al fondo, un pasillo flanqueado por matas en porrones, y más allá, lo que parecía ser los baños y unos tambores de plástico, mangueras, grifos.



El muchacho se sentó en la primera mesa a mano izquierda. Allí aguardaban cuatro más, todos con rasgos indígenas. Tomaban cerveza, fumaban. Lucían serios pero no agresivos. Los cinco llevaban franelas negras con estampados de grupos de metal: Iron Maiden, Metallica, Megadeth, Rush, White Zombie.



Alexander y Raúl tomaron asiento, uno a cada lado del guía.



—Me llamo Ramón, y estos son mis carnales.



El director y el camarógrafo se presentaron también. Se dieron las manos.



—Ustedes trabajan en televisión, ¿verdad? —preguntó Ramón.



Alexander respondió que trabajaban para HBO Latinoamérica y que estaban haciendo un documental sobre la Semana Santa en Guatemala. Ramón afirmó con la cabeza y les contó que trabajaba en la posada donde ellos se estaban quedando, que los había visto llegar, pero que su turno se había acabado a esa hora y se había tenido que conformar con verlos desde las sombras de la oficina. Agregó que en el hotel habían estado hablando de ellos toda la semana, y que había habido mucha emoción con su llegada. Él y sus compañeros de trabajo se preguntaban si serían jóvenes o viejos, simpáticos o prepotentes, tranquilos o frenéticos. Si serían buena onda.



—Yo quiero trabajar en la tele algún día —dijo Ramón. Luego le echó una calada a su cigarrillo y tomó cerveza.



Alexander le dijo cualquier cosa amable, lo animó sobre todo. Callaron por unos segundos, y luego otro de los muchachos preguntó en qué lugares del mundo habían estado. Alexander nombró los suyos, Raúl también. Alexander descubrió un brillo de admiración en los rostros adustos.



—Nosotros no queremos terminar como los serotes esos que le buscaron bronca —soltó Ramón—. Nosotros queremos ser mejores. Y grandes, como nuestros antepasados.

—Como nuestra raza —dijo otro—. La raza es nuestro orgullo y nuestro rock.

—Los mayas eran puro rock —agregó Ramón—. Mortificaban sus cuerpos con espinas de magueyes y todo lo demás, para demostrar su fuerza de espíritu.

—Eran unos duros esos mayas —dijo Alexander y volteó a mirar hacia el pasillo que daba a los baños. Se le antojó sumergido en una membrana que tenía la propiedad de moldear el espacio, de alargarlo, de multiplicarlo como en una galería de espejos.

—Nosotros llevamos el rock de la raza por dentro —escuchó que le decía Ramón. Tenía su rostro muy cerca. Su rostro de facciones marcadas, exageradas en el aceite de la noche.

—¿Saben? —dijo Alexander, de pronto animado— Cuando hago documentales, yo me siento como si fuera un músico de rock. Hay una sensación de libertad en todo el asunto… no sé si me explico. Es como si estuviera en gira de conciertos, como si el mundo fuera nuestro. Eso que ustedes llaman la raza, yo lo siento como un fuego.

—Hablando de fuego, cuate —dijo Ramón, y sin más, estiró el brazo y le mostró a Alexander unas cicatrices circulares, una siembra que corría a todo lo largo del anverso de aquel brazo. Alexander las miró con cierto dejo de admiración que no dio lugar para ningún otro pensamiento. Luego su mente comprendió, pero no hubo tiempo para reacciones, porque Ramón, sin más, se clavó el cigarrillo encendido en el brazo.

—Los mayas mortificaban su cuerpo y se la aguantaban, cuate. Se la aguantaban porque tenían una gran fuerza por dentro. Esa fuerza es nuestro rock.



Apenas Ramón terminó la frase, los otros cuatro se clavaron los cigarrillos. Alexander y Raúl veían todo aquel acto penitente en silencio, asintiendo con la cabeza, aturdidos y también llenos de respeto.



—No somos delincuentes —dijo Ramón y volvió a tomar cerveza—. No somos malas personas. —Encendió otro cigarrillo, aspiró, botó humo—. Somos el orgullo la raza —. Los otros alzaron las botellas, brindaron en silencio. Alexander y Raúl se unieron al brindis. Ramón continuó—: Los culeros que se metieron con ustedes, lo saben, y por eso nos temen.



Alexander no hizo más que alzar su botella y volvieron a brindar, pero esta vez por el rock de la raza. Alexander se sentía más en confianza. A su mente ya tranquilizada acudió una idea que le pareció bastante buena. Le dijo a Ramón que tenían que irse, que mañana debían trabajar temprano, pero que le temía a aquellos tres que les habían buscado pleito.



—Tranquilo, cuates, los acompañamos.



Terminaron las cervezas y salieron. Sobre la calle empedrada, a través de una noche ya solitaria, iban los siete convertidos en sombras, uno al lado de la otra, sus voces haciendo eco, sus pasos repitiéndose en los callejones.



Alexander supo que era el momento:



—Hermanos, yo ando buscando algo místico, algo tan importante como el rock de la raza. Un polvo del aire, un polvo del fuego, un polvo que el tiempo y que la nariz agradece.



Rieron los siete en la noche.



—Justo al lado de la posada —dijo Ramón—, hay una pequeña bodega, de esas que te atienden desde una ventana. Al otro lado de la ventana hay un gordito con cara de idiota. A ese gordito vas y le pides un atado especial de cigarrillos, le das veinte dólares y él te entrega el atado.



Un cuarto de hora después llegaron a la posada. Ramón le señaló una ventana colonial en la pared lateral de la casa vecina.



—Mañana es mi día libre, pero ve con confianza. Si el gordito se pone remolón, le dices que te mando yo, tu cuate Ramón.



Se abrazaron, con fuerza, con amistad.



—Por el rock de la raza —dijeron los muchachos antes de irse.

—Por el fuego de la raza —respondieron Raúl y el camarógrafo.



Los muchachos se alejaron, se perdieron por alguna calle, de ellos sólo quedó el eco de sus pasos. Los de la televisión no se movieron hasta que dejaron de escucharlos.



Al día siguiente, todavía sin desayunar, Alexander atravesó el patio de la posada y salió a la calle. La ventana colonial estaba abierta, y un par de personas hacían sus pedidos. Al otro lado de las barras de madera, un gordito con cara de idiota.



Fumando, relajado, esperó que los otros dos clientes se fueran y entonces se acercó a la ventana. Pidió su atado especial de cigarrillos y mostró el billete de veinte. El gordo dijo que no entendía que era eso deespecial. Alexander sólo respondió que era amigo de Ramón. El gordo se apartó de la ventana y regresó con un atado de cigarrillos envueltos en papel de bolsa. Alexander dio las gracias y se alejó de vuelta a la posada.



Ya en su cuarto abrió el paquete. Adentro, entre los cigarrillos, una cebollita de plástico negro, atada con pabilo. Se metió la bolsita en un bolsillo del pantalón y salió a desayunar. En el pequeño comedor de la posada le aguardaba el resto del equipo. Desayunó apresurado. Raúl lo miraba cómplice. Apenas terminó, regresó al cuarto, abrió la bolsa y se metió cuatro líneas. Tocaron la puerta, abrió. Era Raúl.



—¿Vas a querer? —quiso saber Alexander.

—No, mano, es muy temprano. Pero tú, ¿ya?

—Yo sí.

—Bueno, te esperamos afuera.



Raúl se largó y él volvió a meterse otras líneas, luego buscó sus cosas y salió del cuarto. El equipo lo esperaba, listo para comenzar a grabar procesiones de Semana Santa.



Cuarenta minutos más tarde, le cayeron encima el sol, el calor y la multitud.

  

Ahí estaba ahora, pegado contra el muro, azotado por la sed, de cara a un infierno lleno de luz. El sol empezaba a trozar la sombra mustia que lo protegía. Quién carajos le había mandado a meterse aquellas líneas antes de comenzar a trabajar, quién carajos le había mandado a andar sin una botella de agua, sin una gorra. Volvió a recordar a las monjas de su colegio. Se vio sentado, de unos diez años, en uno de los bancos de la capilla, un lugar fresco, un lugar de luces benéficas.



Se desespera, da un salto fuera de lo que le queda de sombra. Se lanza contra el sol, contra la masa amorfa y ardiente que oscila ante él. Necesita el agua, en alguna parte tiene que haber agua. Tropieza con un cuerpo, algo sale de la opacidad, se define, una espalda, una mujer, un niño, una cara de anciano. Agua, ¿alguno de ustedes tendrá agua? Más personas, más rostros mirando en una misma dirección, arrobados, la frente en alto. Gira, busca lo que otros miran. Se encuentra con una larga fila de cucuruchos, con una gran plataforma, con la virgen María ataviada con un magnífico manto de terciopelo morado. Alexander siente que las piernas le flaquean, retrocede, huye de la mirada de la Virgen, busca de nuevo la protección de la pared, tropieza con otro cuerpo. Voltea, quiere pedir disculpas. Se encuentra con un rostro lejanamente familiar. Un rostro de indio, de rasgos duros y apretados. Le descubre un zarcillo, una cola de caballo. Una mano gruesa lo atenaza. Alexander, más temeroso que agresivo, se sacude y se saca la mano de encima. Como si su cabeza buscara la huida, voltea y se encuentra de nuevo con la Virgen. Ella lo mira desde su altura.



—Con que el cabrón de las peliculitas —dice una voz.



Alexander vuelve a girar la cabeza, esta vez hacia el hombre de la cola de caballo.



—¿Dónde estás tus amigos, eh? ¿Dónde están tus cuates ahora?



Alexander empieza a pedirle perdón al hombre de la cola de caballo, a la Virgen, a la humanidad entera. Perdón y más perdón mientras el fuego crece, y la sed se lo traga, y él va cayendo a un pozo sin agua, un pozo encendido en llamas.



No lejos de allí, Raúl iba detrás de la procesión. Grababa con su cámara al hombro, cuando su otro ojo (los camarógrafos siempre tienen un ojo en la imagen y otro en la realidad) divisó un círculo de personas que se movían nerviosas sobre algo que parecía estar a la altura del suelo. Bajó la cámara y su curiosidad de camarógrafo lo hizo aproximarse. Fue un acto proverbial. Allí, entre nucas y espaldas, descubrió la figura descoyuntada de su director, delirante, perdido, tirado sobre los restos de las alfombras por donde habían pasado los penitentes.



Atravesó la pared de cuerpos, se arrodilló sobre su compañero, lo sujetó, pegó su oreja a la boca que murmuraba aparentes sinsentidos y escuchó. Mirándolo desde una zona opaca y distante, Alexander pedía agua. Agua para acabar con el fuego. Con el fuego del rock que le quemaba por dentro.

En la caverna

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Joaquín Ortega

 


En la caverna todos somos virtuosos

Con los vidrios la única deuda

Hechos sangre en el próximo escenario

Braceando en la profundidad de manos alzadas

Nadie tiene por qué el soplo anónimo

Sin agitación por los fracasos

En mil baladros ganamos el lugar propio

En cada portada un mundo

Mientras

Bajando por acantilados y promesas

Las cruces de notas bailando en el espacio

Forman días

Para trajes inexistentes fantasmales

En cada muerte

Mujeres desnudas nos dan aire boca a boca

A tetas llenas en el rock

Para cruzar arcos de tiempo en astillas

Una sola calle

Una sola plaza

Una misma sangre

Sólo uno

Somos victoria y carne fuerte

Días para perder

Sorpresa y admiración en incredulidad frente a los diferentes

Somos rock al haberlo sido

Lujuria de decibeles

Libertad y venganza contra todo señorío

En la familia de los silencios

Bebemos sin debilidades ni gusto para dormir

¿Quién es más rock bajo las túnicas del truco?

Somos gesto y devoción en luz y maquinarias

Es hora de rebajar las piedras con el ruido del percutor

Por el brillo de los mentirosos

Ofrendamos la moneda del tambor

Una capa de infinitos auriculares

Ante facsímiles irrepetibles y tradiciones nuevas

Dilapidando la cordura

Somos rock al haberlo sido

Cantados en el cielo

Perdidos en la tierra

Sólo en el rock hemos sido

En la caverna todos somos virtuosos

Y no hay más quebranto ni enemigo

Genealogías musicales

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José Urriola





-A la gente se le puede conocer por las cosas que lee, por las películas que le gustan, por los retazos que copia de otros e incorpora -mal cosidos, qué se le va a hacer- a esa colcha particular que llamamos personalidad; pero sobre todo se conoce por la música que oye. Acabamos pareciéndonos especialmente a la música que escuchamos.

-Algún día nacerá una nueva corriente del psicoanálisis que nos haga terapia a través de las músicas que tenemos almacenadas en nuestro iPod (o como quiera se llame ese reproductor digital de archivos musicales). El psicoanalista dará cuenta de nuestras taras e incongruencias a partir de esa materia sonora y procederá a señalar las incoherencias, hará un mapa de nuestra identidad, nuestra memoria y de todo aquello que armónicamente se ensambla o está allí para hacernos ruido. Lo bueno es que no tendremos que ir presencialmente a las sesiones terapéuticas, enviamos al iPod a consulta mientras nos quedamos oyendo música en casa.

-Quizás la música que nos gusta de verdad, esa que nos llega hondo desde un principio y se nos aloja para siempre en los huesos, al tiempo que nos causa heridas (más o menos felices) y nos marca con cicatriz es siempre la misma. Son “variantes de una misma pieza”. Esto nos hace concluir que eso que llamamos nuestra músicaes como un enorme árbol genealógico donde los temas y músicos están conectados con sus ancestros, hermanos, primos, descendientes directos e indirectos. El placer del melómano se encuentra en recorrer las ramas, raíces, flores y frutos de ese árbol geneasónico.

-La construcción del árbol genealógico musical es un proceso similar al de la amistad: es la formación de una familia que escogemos.

-La música es una sustancia que nos pone en contacto con un instinto animal que casi hemos perdido. Sigue estando allí pero lo hemos olvidado por culpa de la palabra y del ruido omnipresente: el oído es, junto con el olfato, nuestra manera más natural de interactuar con el mundo. Con la música somos de nuevo mamíferos,  como cánidos que se ponen en estado de alerta, tristes o felices con apenas percibir una vibración o un sonido ultrasónico. Por eso es que la música nos da en la madre, nos hace levitar o bien hundirnos en un foso, y no seremos capaces jamás de verbalizar por qué.

-Toda música, al final, acaba siendo bailable. No, no porque necesariamente se baile con las caderas y los pies; sino porque las partículas que nos conforman bailan, se desordenan, reaccionan, se agitan, se excitan, se desgarran, se mudan a otro planeta. Cuando la música nos toca una fibra es porque nuestras moléculas, de una forma u otra, deciden echar un pie (o los dos).

-Comer de los frutos del árbol genealógico musical y treparse por sus ramas son asuntos altamente adictivos. Pues en un punto de perfección todo confluye y la experiencia musical se hace absoluta, como un orgasmo pirotécnico, como una epifanía, como una dulce abducción en manos de extraterrestres. En esos momentos la música nos hace desdoblarnos, lo entendemos todo y lo sentimos todo, y esa es la razón por la que escuchamos ciertos temas en loop, hasta la obstinación, porque –aún sin saberlo conscientemente- estamos buscando repetir esa experiencia orgásimica que ya nos produjo una vez.

-Los frutos, flores y la savia que circula por el árbol geneasónico tienen el poder de entrar en comunicación directa con ciertas regiones del cerebro y del sistema cardíaco. Uno entra en contacto con esa sustancia y sin saber por qué cae rendido, fascinado, adicto. No se preocupe por entender, no es aún el momento, ya la vida en un instante preciso más adelante le hará saber la explicación. Y le parecerá de un sentido y una belleza absolutos.

-Dicen que el cine es el arte que contiene a todas las otras artes. Lo mismo podrán decir algunos de los montajes operáticos. Esto es discutible. Quizás las expresiones artísticas que de verdad contienen a todas las otras artes sean el cómic y la música, sobre todo porque nacen y se construyen a partir de una carencia. Así como en el cómic no hay un soporte técnico que le permita sonar, hablar, moverse u oler y sin embargo lo logra por medio de la simulación, lo mismo puede ocurrir con la música: allí, a pesar de que sólo hay sonidos y silencios, se levantan colores, atmósferas, texturas, personajes, poesías, narrativas, imágenes, construcciones escultóricas y arquitectónicas. Hay películas enteras del sensorama que aún no existe que se arman a partir de estímulos sonoros y sobre todo con todo eso que no está pero que nos inventamos en nuestro laboratorio más íntimo y personal.

-La música es nuestra posibilidad más honesta –también la más auténtica- para ser descarados libérrimamente y soltar barbaridades a puñados. Si a usted se le ocurre, porque así lo decidió en un instante de máxima convicción, decir que Jota el de Los Planetas es, con distancia, mejor músico-poeta que Serrat o Sabina eso es indiscutible, nadie le puede argumentar lo contrario. La música es nuestra trinchera para sentir, pensar y decir lo que se nos venga en gana. Por cierto, Jota el de Los Planetas es Lorca pero reencarnado, con distorsión y pasado por ácido. Punto.


Maquillaje, hipotecas y zapatos de plataforma

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José Javier Rojas


Los críticos nunca los tomaron en serio. Pero a decir verdad, tenían razón: eran unos bufones. Tampoco era cosa de que hubieran inventado algo inédito y les tuvieran inquina por su genialidad incomprendida, por su desprecio a los altos vuelos musicales, al imaginario del artista comprometido y generacionalmente pertinente. Lo de ellos era el espectáculo. De hecho, el suyo era el mayor espectáculo sobre la faz de la tierra. Ustedes lo pidieron y aquí está. Señoras y señores, la banda más grande del mundo, ¡Kiss!



Lo dicho, no inventaron nada nuevo. Pero los bufones liderados por los egos de Gene Simmons y Paul Stanley mezclaron las lecciones aprendidas de todos los grandes que los precedieron para destilar la esencia del rock puro y (paradójicamente) sin artificios. Kiss en vivo es la quintaesencia del rock and roll: energía sin límites, una montaña rusa de emociones apuntaladas por olas tras olas de decibelios y pirotecnia que rompen contra la multitud fervorosa de sus seguidores. Otrora Kiss era la banda a la que más temían los detractores del género, esos mismos que se detenían alarmados en lo peor de la leyenda negra de sus excesos de sexo, blasfemias y drogas. Era la pesadilla personificada de abuelitas, confesores opusos y profesores guía: desaforados melenudos enloquecidos con la cara pintada, enfundados en ajustados trajes de cuero empalando lúbricos a sus núbiles hijas mientras manaban sangre y fuego de sus guitarras estentóreas. Marilyn Mason y su empaque es el guayoyo recalentado de un café colado tres veces antes: Alice Cooper, Kiss y finalmente, Mason y todos los demás montados en el tren del guignol rockero reciclado como Slipknot et alia.


Siempre nos entraba la risa la alarma de los mayores con Kiss. Para nosotros era evidente que era parte de su acto alarmarlos, y quizá para los más pueriles de nosotros, en eso radicaba precisamente la mayor parte de su atractivo. Fue en el oeste medio americano wasp, ese vergel de púberes perpetuos donde eso alcanzó su cumbre paroxística y se denominó, muy apropiadamente, Kiss Army. El Éjercito Kiss tuvo una panoplia de productos para consumir y consumar su devoción a granel. Cualquier cosa entre muñecos coleccionables, cómics, loncheras,  libros para colorear, dispensadores de caramelos, alcancías y hasta máquinas de pinball estaban al alcance del fanático promedio para replicar y extender la experiencia Kiss más allá de la tarima. Sin embargo, fue en las giras donde el pacto de lealtad entre Kiss y su público se selló para la eternidad.

El disco en vivo como lo conocemos, eso hay que admitirlo, fue un invento de esta banda. Antes, el registro de una presentación era plano, imperfecto, demasiado imperfecto incluso, comparado con el preciosismo de la producción de un álbum de estudio, sobre todo si consideramos las cumbres manieristas del rock en Pet Sounds o en Sgt. Pepper´s, por ejemplo. Con Alive!, su albúm doble en vivo, Kiss logró trasladar por primera vez la emoción del directo al tornamesa familiar, de los gigantescos escenarios multitudinarios a la sala de los hogares de sus fanáticos. No exento de polémica hasta el día de hoy, el recurso que obró el milagro fue un guiño de genialidad. Los aplausos, gritos, aullidos y demás expresiones de júbilo del público fueron aumentados en postproducción, así como solos y momentos claves fueron depurados para ser, si no reales, entonces hiper reales y ser fieles en toda su magnífica mentira a la fantasía que alimentan.

Todo lo anterior hizo de los miembros de la banda parte de la realeza del rock, y aunque si bien sus pares les toleraran más de lo que los aceptaban en realidad, eso les tenía bastante sin cuidado mientras disfrutaban de las prebendas de su estatus como rock stars. Empero, incluso el mejor maquillaje empieza a correrse y las máscaras a agrietarse y a dejar ver los monstruos que se esconden tras ellas. El rock ya no es lo que solía ser y la vejez no es tan digna para los semidioses de antaño. Para ganarse el pan y tener al Bentley bajo techo ya no basta con componer, ensayar y ejecutar  para los devotos sino que hay que prostituirse frente a las cámaras y someter hasta a la esposa y los hijos al escrutinio morboso de los horteras reality shows para gustos cachiféricos. Eso, los que tienen suerte y pueden prostituirse de alguna manera para no quedar en la calle. 



Ace Frehley, El Hombre del Espacio, la guitarra líder de Kiss, tras dos años sin pagarla, fue embargado la última semana de febrero por el banco que le ejecutó la hipoteca de su casa, además de estar moroso con el fisco estadounidense, como cientos de miles de sus compatriotas sumidos en la recesión que desató la burbuja inmobiliaria. Frehley se suma así a la también larga tradición de artistas del hambre y de grandes caídos en desgracia: mientras más alta sea la plataforma de los zapatos, más dolorosa será la caída. Así es el rock, como diría Alfredo Escalante.

 



Black diamond

Out on the street for a living
picture's only begun
got you under their thumb
Hit it
Out on the streets for a living
picture's only begun
your day is sorrow and madness
got you under their thumb
Whoo, black diamond
whoo, black diamond
Darkness will fall on the city
it seems to follow you too
and though you don't ask for pity
there's nothin' that you can do, no, no
Whoo, black diamond
whoo, black diamond
Out on the streets for a living
picture's only begun
your day is sorrow and madness
got you under their thumb
Whoo, black diamond, yeah
whoo, black diamond

No estuve

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Corina Freyre



No es justo, alguien debió habérmelo avisado. Pero nadie me dijo nada, nadie me avisó y, cuando llegué, fue tarde. Hacía décadas que los Beatles habían llegado a su fin. Pero las grandes obras quedan grabadas en la historia, en las cintas, en las mentes y yo, años, muchos años después pude descubrirlos, conocerlos y quejarme de que no pude verlos, de que no pude vivirlos. He podido reclamarle a los que sí los vivieron que no lo hayan hecho, que no se hayan convertido en fanáticos, que no los hayan perseguido por el mundo; yo lo hubiera hecho. Pero no, cuando llegué sólo me comí las sobras, a mí sólo me tocó ver documentales, calarme el show después de la muerte de Lennon, la teoría de la conspiración y la culpa de Yoko Ono.

Alguien tenía que haberme avisado que Jimi Hendrix pisaría esta tierra, que en sus pocos pero intensos años de exposición marcaría una era y que yo nunca lo vería más que por vídeo. No estuve ahí, no presencié al grande de la guitarra cambiársela de lado para tocarla con la mano contraria, no pude gritar cuando se la llevaba a la boca y tocaba con la lengua. Yo lo vi grabado y sí, es emocionante pero no es igual, no es lo mismo ni siquiera si hubiera vivido en la misma época y no hubiera podido verlo en vivo. Saber que ese ser humano camina por esta tierra al mismo instante aunque no pueda verlo no es lo mismo que esa impresión falta de sal de un descubrimiento a destiempo. Alguien tenía que haberme avisado que un buen día, irónicamente porque no podía dormir, Jimi dormiría el sueño eterno gracias a la sobredosis que sufriría al mezclar somníferos con las anfetaminas que ya se había metido. Nadie me dijo que Hendrix pasaría a la historia así, rápido, fugaz y brillante como todos los grandes y yo no estaría ahí para verlo. Ni Santana, ni Slash, ni John Petrucci, ni tantos otros, que me perdonen ellos, son buenos, buenísimos, pero Hendrix sólo hubo uno y yo me lo perdí.

Alguien tenía que haberme avisado que existiría un barítono que se haría famoso cantando como tenor, que compondría uno de los Rocks más finos de la historia. Freddie y sus dientes grandes. Freddie y sus shows. Freddie y su vida personal escondida de la pública. Freddie que sería Queen. Queen que sería King de una época, de un género y de la historia. Y yo me lo perdí. No totalmente, por supuesto, digamos que hubo una pequeña coyuntura en la que hubiera podido apreciarlo, quizá si alguien me lo hubiera mostrado. Pero tampoco es justo pensar en una niña de 10 años como que tuvo la oportunidad de admirar y tener para sí un recuerdo real de Mercury, de Queen; no sólo porque tenía 10 años, sino porque en mi país, en mi colegio de monjas y en mi casa, las niñas de 10 años no escuchaban Queen. El caso es que me lo perdí y me lo perdí peor porque fue como casi llegar pero no, fue como cuando uno va a estornudar pero se queda con la boca abierta, sin el estornudo. Porque casi llego, faltó poquito pero no, no llegué y me perdí de Queen y de Mercury.

Es más, Freddie se murió y yo ni me enteré, ese 24 de noviembre yo seguro estaba jugando a algo o viendo alguna comiquita en la televisión mientras Freddie cerraba sus ojos y escondía sus dientes para siempre. Aunque sólo con dos años de distancia, no fue así cuando Kurt Cobain se suicidó, porque esos dos años aunque a simple vista no debían ser de mucha diferencia, lo son enormemente cuando de pasar de la niñez a la adolescencia se trata. De Cobain sí me enteré. A ese lo lamenté en vivo, y fue lo único que pude hacer porque a Cobain también me lo perdí, pero al menos no me perdí de su muerte. Por supuesto, son dos casos (y cosas) diferentes, Freddie no es Kurt, Freddie marcó una época, una manera de hacer música, de hacer show, de llevar una vida. Cobain parió un género, no como único progenitor pero lo parió. Mercury vivió lo suficiente para negar su enfermedad tantas veces como fue posible y para morir al día siguiente después de aceptarla; años pasarían en el ínterin, pero pasarían años y moriría lento, así como una estrella que se va apagando, así como saboreando la vida y la muerte que lo consume de a poquito. Cobain no, Cobain no tuvo piedad con la miseria, aquí no hubo que sí, que no, que me muero pero que no, que me siento medio enfermo ni años de por medio. Kurt no dijo nada, después de intentar suicidarse un par de veces y dejarse convencer para entrar en un programa de desintoxicación, un buen día (más bien una noche) trepó la cerca, tomó un taxi que lo llevó al aeropuerto, se montó en un avión a Seattle, voló junto a Duff McKagan (Guns N' Roses) y se bajó del avión sólo para ser encontrado muerto unos días después. Digamos que regresó a casa para morir, pero solo, como imagino que se sintió toda su vida. Todo esto pasó mientras, en mi adolescencia temprana yo me enamoraba platónicamente por primera vez. Creo que hasta fue perfecto, romántico, Kurt se suicidó y yo seguí suspirando por sus ojos tristes, su voz ronca, sus letras sencillas y su música por tantos años que aún, mientras escribo me pregunto qué hubiera sido si no hubiera muerto aquel 5 de abril de 1994. Quizá lo hubiera visto mejor, lo hubiera conocido mejor, en algún momento me hubiera desencantado, me hubiera quedado con su música, hubiera aceptado que Nirvana es una cosa y que Cobain es otra. Pero no, él murió y quedaron siendo lo mismo. Y no hubo Nirvana sin Kurt Cobain y desde el principio ese parecía ser el final que le esperaba, porque hay gente que persigue su destino de manera desesperada y apresurada, hay quienes no pueden esperar brillar para quemarse lo más rápido posible. Y a Kurt su Nirvana lo quemó. Kurt agarró su Nirvana y se lo inyectó, se lo fumó, se lo inhaló, se lo bebió, se lo vivió y lo consumió hasta dejarse consumir. Al final, Cobain había convertido su cuerpo en un útero preñado de drogas, alcohol y desdicha. Casado con Love no parece haber sentido mucho de eso. Y muy rápido Kurt Cobain de Nirvana acabó con su vida, con la de la banda y con una época que sólo pudo ir en declive en lo sucesivo. De la Love no quise saber más nada más nunca. Y de Nirvana aún me quedan ese montón de canciones que logro reacomodar a cualquier época de vida que me encuentre viviendo. Me habré perdido de Kurt Cobain, de Nirvana, del nacimiento del grunge y de Seattle, pero esta vez no llegué tan tarde. Quien quiera que no me haya dicho todas estas cosas al menos no pudo evitar que llegara del todo.

Siempre quedarán algunos sobrevivientes, algunos grandes que se mantienen y que hemos compartido con generaciones y generaciones, aunque cada una de ella piense que ha visto lo mejor de ellos. Seguramente las primeras lo hicieron pero no pueden quitarnos el gusto de que sigamos corriendo tras los mismos personajes aunque ahora sus tatuajes estén arrugados, sus melenas ya no sean tan largas y no brinquen con la misma energía de hace 20 años. Porque son el recuerdo que vive, que respira, que espera. Y a mi me da nostalgia. Yo soy de las que extraña aquellas letras simples, de cuando una canción podía dedicarse, de cuando se podía ser romántico sin ser cursi, o mejor aún, sin ser vulgar. De cuando se podía resentir del mundo y gritarlo simplemente. Extraño esa época en que no nací, que me perdí y que no es ésta.

En esta, que es la época del Reggeton y otras falacias musicales, todas esas épocas pasadas me parecen mejor, todos los sobrevivientes me resultan héroes y lamento haber llegado tarde. Hubiera podido llegar tarde a Wisin y Yandel y seguro no tendría nada de qué arrepentirme ni suspiraría por un Daddy Yankee que marcó un hito sin que yo pudiera vivirlo. Nada de eso. No extrañaría que todas las canciones hablen de sexo, de culos, de sudor, de perreo (lo que sea que sea que esa “palabra” signifique), de cosas que aun no entiendo por qué necesitan cantar. No lamentaría que alguien no me haya avisado que todo esto pasaría a ver si yo nacía unos añitos antes. Habemos algunos que siempre sentiremos que nacimos en momentos equivocados (y ni hablar del lugar) y nos hacemos expertos en el pasado como si eso nos hiciera más llenos, más vivos, más presentes. Quizá menos desadaptados. A mí, alguien ha debido haberme avisado.

#Bolañitos no tan salvajes

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Lenin Pérez Pérez



¿Si dos poetas terminan convertidos en corredores de seguros
y sadomasoquistas nocturnos son #Bolañitos?
Albinson Linares

(Testimoniales varios)




“Anoche soñé con Blanes. Nunca he salido más allá de Paracotos,pero así es la literatura: una enfermedad.” Natividad Martínez,estudiante de Letras. UCV.



“Mi hijo mayor se llama Ulises. El mayor, Arturo. Y sé que es lo más cerca que estaré de la poesía infrarealista.” Ángel Bustamante, librero. Puente de la Av. Fuerzas Armadas.



“Isabel Allende no vale ni una hoja de Parra, así con mayúscula. No me importa lo que digan en Nacho del Tolón.”  Gloria Fuentes, ama de casa. Ha participado en al menos tres talleres literarios en el último año.



“Luego de mi muerte, mis apuntes serán publicados en un solo libro. Les adelanto el título: Disco duro.” Nelson Paredes. Nueve veces finalista del Concurso de Cuentos de la Policlínica Metropolitana.



“Cuando quiero sentirme salvaje le pido a alguien que lea en voz alta a Octavio Paz, y lo saboteo haciéndole cosquillas.” Salvador Tovar. Reconocido asistente a bautizos de libros, charlas literarias y veladas poéticas. Sin obra ni oficio conocido.



“Yo también voy a publicar una novela por año, y hasta dos si no viajo en Carnavales ni en Semana Santa.” @GaboCortázar. Tuitero



“Le admiro un montón pero yo si voy a utilizar ese maravilloso título que Villoro lo convenció de no usar: Tormenta de mierda. Creo que tendría pegada en Twitter.” Bruno Alejandro Díaz. Vigilante nocturno. Poeta.



“No entiendo del todo ese término “fractal” con el que Ignacio Echevarría se refiere a Estrella distante, respecto a Literatura nazi en América. Pero ya le he leído cuatro veces ambos libros, y dicen que a la quinta va la vencida.” Fedor Campaella. Profesor universitario. Community manager.



Literatura Nazi en América la leí prestada porque no se consigue en la Feria de Altamira”. Fedor Campaella. Profesor universitario. Community manager.



“No he leído ni una sola de sus novelas. Tampoco sus cuentos. Pero un primo que lee mucho a Baudelaire, me imprimió un PDF que encontró en internet: Escenarios y personajes de Roberto Bolaño en el entorno moderno. Y bueno, por algo se empieza.” Jazmín Tinajero. Traductora (español-alemán)



“Me gusta porque yo también robo libros. Si hubiese robado colonias de los baños de sus amigos, o peines en las farmacias, no sería lo mismo.” Esteban Madero. Odontólogo. Escritor estridentista.



“Sí, es cierto, he mandado el mismo cuento con diferentes títulos al Concurso de Cuentos de El Nacional. La culpa es de Bolaño. Miento, la culpa es de Sensini.” Vladimir González González. Creativo Publicitario.

Sincronía

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Diana Medina


Tengo a un ogro encima de mí. Se llama Berto y es el vecino de arriba. Llegó al anexo superior de nuestra casa hace dos meses. Se suponía que mis papás construyeron ese apartamento para complacer al genio musical de la casa, a Ricardo, mi hermano mayor. Se suponía, también, que él debía primero aprobar el semestre de la Universidad para habitarlo. Y como todo ha quedado en suposiciones, un día llegó Berto aplacándolas al alquilar ese espacio y llenarlo con su figura fornida, sus indomables rizos castaños, su bigote mullido, sus ojos grandes y verdes y su metro ochenta de estatura.  Yo, la que no tiene genio musical sino una pierna enyesada por ser pésima en voley-ball, ocupo la última habitación de una larga casa; justo debajo del anexo. Aislada gané silencio a costa de vivir frente a un muro alto, sin más vistas que un pequeño jardín que aún conservaba ese sabor de inmensidad de mi niñez. Era una casa diseñada para tener vistas, por eso los edificios de los alrededores la han ensimismado. Perdón, debí decir ganamos, porque Berto no hubiera sido mi ogro de no haber sido por ese exceso de privacidad que se adueñó de nuestras habitaciones.   

Antes de que me despertaran sus gemidos, me había hecho estremecer en silencio desde el primer día que se duchó. Puede que haya sido el dolor de la pierna enyesada y el lánguido efecto de los calmantes; puede que el ocio de no poder moverme o todo a la vez, pero hilé sus rituales con precisión de mujer resentida: era músico y trabajaba como disc jockey. Se levantaba a las 11:00 am y salía a las 2:00 pm; luego volvía hacia las 3:00 am.  Era entonces cuando sentía sus pasos retumbar en mi techo hasta que dejaba caer sus zapatos. Pisadas mudas y  largas;  retrete, ducha, grifo del lavamanos, gárgaras, tirarse (se tiraba, seguro) a la cama y silencio. No fueron sus gemidos, insisto, lo que hizo mella en mí antes de tiempo, sino su tos. Cuando se duchaba, tosía de tal modo que rugía; el eco del baño exageraba el sonido, pero era una tos tan profunda y continua que me lo imaginaba liberándose de sus pulmones y dejándolos en remojo bajo el agua.   Al principio lo maldije porque soliviantaba mi lado insomne. Debo decir, entonces, que la fabulación con mi ogro fue obra de los antitusígenos, pues noche tras noche, como si su mano suave se posara en mi espalda caliente, comencé a pensar en todos los remedios contra la tos que ese carajo debería tomar para dejarme dormir una noche completa.

Siempre que venía su novia yo intentaba no estar en la habitación. Llegaba a las 11:30 y yo salía al salón, pero cuando me dolía la pierna y terminaba rendida en la cama, los sentía jugando a forjar las risas y los besos previos al desnudo.  Solía escucharla a ella, pero a él me lo imaginaba.

Mi pierna enyesada me tenía amargada. Mi computadora tenía un virus informático. Estaba harta de ir del chat a Twitter y al  Facebook, de la televisión a la cama.  Me ardían los ojos de pasar las noches enteras despierta y los días como una zombi. Embotada como estaba, prefería guardar silencio mientras supiera que mi ogro estaba en su casa.  Una mañana, sin embargo, el exceso de privacidad nos bendijo. Estaba solo y veía la televisión; tenía la ventana abierta y yo lograba escucharla pero me resultaba confusa: a ratos era música y en otros, diálogos. Al cabo de una media hora, le oí hablar por teléfono; estaba tan contento que gritaba. “Marico, qué vaina tan buena me has dado…No. No. Esa película es de pinguísima, huevón. La he visto como tres veces. Coño, la música, pana, la música…” Y después del “nos vemos más tarde” gritó: “Te amo, 9 Songs” Si era el nombre de una película pornográfica, mi pierna escayolada y el virus informático no fueron impedimentos para salir volando a devorar la computadora de mi hermano y averiguar qué carajo lo había puesto tan de buen humor.

Podía haberme masturbado, una, dos, tres veces. Podía haber parado la película, íntegra en Internet -como el cuerpo de una mujer bella saliendo del agua. Hubiera podido incluso bajar el volumen y echar el cerrojo de la habitación de mi hermano. Pero la película de Michael Winterbottom me había dejado temblando, me había extraviado de mi misma. No podía creer que el sexo pudiera hacerse así. El porno de los adolescentes es tan precario. En cambio esto resultó serio, delicado, sin gemidos falsos ni acrobacias trucadas. Era una historia de amor con un lamido en primer plano, un pene erecto y bello o una vagina seductora para desbordar la mirada. Lisa y Matt: sus cuerpos expuestos y amándose, ni más ni menos. Vibré en cada escena y comencé a llorar en cada canción. Porque de eso va la película: nueve canciones que Lisa y Matt escuchan en los conciertos de rock donde se conocieron y los acompañan en su romance, como el diálogo mudo que nunca tienen pero satisfacen en la cama.

Estos ingleses son extraños. Escuchan esa música y casi ni se mueven;  pero luego van a la cama y desabrochan las ganas. Me sentí entrelazada a sus sexos en sus encuentros. Ella se contorneaba en el concierto; él la admiraba. Ella fumaba; él la miraba. Ella le decía “fuck me more” y él allí, rendido, sabiendo que llegaría un punto en el que sobraría, pero incapaz de cuestionarlo.

Me tomé el tiempo de anotar el nombre de todas las canciones; de imprimir sus letras, de aprendérmelas. Mi ogro, por su parte, comenzó a cantarlas cada día de esa semana. Desde mi cama con mi pierna aún escayolada, lo acompañaba.

I am alone/But adored by 100,000 more/Then I said when you were the last./And I have known love, like a whore/from at least 10,000 more/Then I swore when you were the last

Escuché de fondo esta canción un día en el que la novia llegó tarde. No supe si estaban viendo la película o si sólo escuchaban la música, pero en esa ocasión, me acoplé a ellos, remontando  cuerpos y gemidos.

Poco después, mi hermano Ricardo estaba herido en la clínica. Intentaron robarle la guitarra y la cartera; como no pudieron fueron dos tiros al cuerpo. Todo quedó en el roce de una bala en el brazo. Mis padres en la clínica y yo llorando en mi cama, maldiciendo, rumiando de miedo. Ver a Berto aquella noche sólo me hizo sentir más perdida que nunca. Venía a saber de mi hermano y mientras le contaba y lloraba, sentí su mano grande y gruesa tocar mi brazo. Me calmó. “Entremos. Todo está bien. Toma un poco de agua. Cuidado con la pierna, Jacquie.”

Mi ogro me abrazaba. Mientras me secaba las lágrimas sentí un deseo recóndito de encararlo; como si hubiera estado mintiéndome todo este tiempo y hubiera llegado la hora de ajustar cuentas.

—Debes tomar algo para la tos —le dije—. Pareces un ogro.

Sentí cómo su brazo se adelgazaba. Me miró confuso, al principio, pero en segundos comprendí su intento forzado de salir de un sueño. Me miró fijamente y tuve la impresión de que intentaba retroceder el tiempo, el mismo que había traspasado con desahogo nuestras paredes. Percibí su rabia contenida, como si estuviera a punto de darme un bofetón mientras me tomaba con fuerza por los hombros y me alejaba suavemente de sí. Noté su rubor y bajó la mirada.

—¿Algún día me llevarás a un concierto de rock? —pregunté sin consideración.

Calmado pero al acecho, un ogro de rizos incontrolables es también un hombre de voz suave, que traga saliva para evitar enredarse y carraspear hasta hacerse daño:

—Te he llevado sin invitarte, por lo visto. Si sigues así, quizá algún día nos encontremos en uno.

Desde entonces, Berto es capaz de hacer mucho silencio. En las madrugadas oigo su pisada sigilosa y sé de su paso ligero; de la ducha escucho la caída del agua, cual manantial descendiendo hacia mi cama. Pero de vez en cuando abre la ventana y deja que lo acompañe mientras escucha y canta.

Jacqueline was seventeen/Working on a desk/When Ivor/Peered above a spectacle/Forgot that he had wrecked a girl/Sometimes these eyes/Forget the face they're peering from/When the face they peer upon/Well, you know/That face as I do/ And how in the return of that gaze/She can return you the face/ That you are staring from

Entonces, como un soplo de aire fresco y privado, comenzamos a sincronizar algo más que nuestras voces.  


Metallica

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Francisco Catalano


TANN/TANTAN/TARARARA/TANN/TANTAN/TARARAÁ/
4/4
PM|                          PM|       ~~
Q  +S  S E E S S S S S S  3x Q  +S  S E E S S S E.

A||o-2--(2)---2-2-5p0-1p0-----o||-2--(2)---2-2-5p0-5-5----|
E||--0--(0)---0-0---------3p0--||-0--(0)---0-0------------|

Soy tú, uno, el titiritero buscando líricas sin saber inglés y tabs amateurs (pesquisa filológica en conexión módem 56K), cuyo cuerpo es celda de un tapping desperdigado entre sí y sus audífonos, abriendo y abriendo entre pupila y párpado, ¡TATA! ¡TATA!, entre el palm-mute derecho y la digitación izquiera, ¡TATA! ¡TATA!, ¡Hey! ¡Hey!, entre columna y esternón, ¡TATA! ¡TATA!, ¡Hey! ¡Hey!, el trémolo y el bend, ¡Hey! ¡Hey!, entre garganta y el Wah Wah, ¡Hey! ¡Hey!, entre la muñeca y la pelvis, ¡Hey! ¡Hey!, cabalgando como los cuatro jinetes que acaban con el mundo conocido, buscando y destruyendo la cáscara del cuerpo-Washburn, la falsa horma aislante, el hammer de la cosa que no tuvo que sery la justicia para todos los apetitos innombrables del nudo que no entiende más que el ser liquificado en la sinfónica onomatopéyica de un cielo abierto en todo.
P.M.---|  h     P.M.  h           P.M.----|   P.M.
|---------------------------|--------------------------||
|---------------------------|--------------------------||o
|--------7^8--7-------------|---------------------5----||
|--------------------7^8--7-|-(7)-----------5--------7-||
|-0---0-----------0---------|------0--8--7-----7-------||o
|---------------------------|--------------------------|| 
 
TANTAN/TARÁ/TANTARÁ/TANTATA/TARARARÁ/
TANTAN/TARÁ/TANTARÁ/TANTATA/TARARARÁ/
¿¡OH, YYYYYYEEEEEAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHH!?
 
T         T        T        T        T        T        T        T
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Un solo de 02:30 min de Hammet sobre un metrónomo-infantería envenenado por un CryBaby te dobla y abre15 años de ojos y cerebro,
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le echa gasolina al tornado eufórico y ciego de un tobogán pentatónico, traqueteando en fusas y semifusas que tirotea huesos, venas y capilares
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electrificados. Montar el rayo de la tela negra de esa ESP es una apoteosis.  La carne cae en el redoblante y estalla en el platillo-china de Ulrich como  
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una vítrea bombona de agua que cae de la azotea a Planta Baja explotando sobre las rocas secas del condominio rutinario con todas sus ladillosas  
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frutas de cerámica y sus asquerosas flores de plástico. El bajo, mientras tanto, lo soporta todo, lo rellena de fantasmas-leyendas que aún retumban
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en una autopista sueca, en sus suplentes castigados sin culpa y en sus superaciones latinas. Bajo-Tonatiuh, Bajo-Sol. Arcángeles alcohólicos con
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público infinito que mientras más bendicen más sangran sus penitencias, sin remordimiento, en un latigazo dentro de Walkmans, Disc-mans, Mp3s…
EN VIVO: Sin Caracas ´99: Caracas 2010. El Poliedro. La Rinconada.
¿¡ARE YOU ALIVE!? ¿¡HOW DOES IT FEEL TO BE ALIVE!? ¡SHOW ME!
Riff 3
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Metallica siempre mantiene su boca abierta hacia el horizonte, no con asombro o aburrimiento, sino con ganas de masticarlo y tragarlo. A donde quiera que pueda vagar el deseo en medio de todo ese horizonte no hay diferencia, todo parece cargado y recargado cada vez más entre las manos, tras las muelas abiertas que logran despojar la noche de su muerte magnética, de su desvanecimiento hacia lo negro, y al santo de la rabia en el riff del acorde/5ta que apalea y apalea el alma del mástil, la distorsión sonora de la luz, sin santificación o redención, allí, donde nada más importa. Es un golpe a las luces del orden, con todo su infeliz tungsteno embobado de cuarto de oficio y Pentium2, para tomar la ostia-álbum negro.
6/8 time
Eb-------0-----|-------0-----|-------0-----|-------0---7-7|
Bb-----0---0---|-----0---0---|-----0---0---|-----0---0----|
Gb---0-------0-|---0-------0-|---0-------0-|---0----------|
Db-------------|-------------|-------------|--------------|
Ab-------------|-------------|-------------|--------------|
Eb-0-----------|-0-----------|-0-----------|-0-----------0|
TANTANTAN/TANTANTAN/TANTANTAN/TANTANTAN/
TANTANTAN/TANTANTAN/TANTANTAN/TANTANTINTIN/

Ya nada más importa, importaba….pero la memoria permanece como un tic debajo de los músculos, como maña, pero en nuevas formas: como ésta.[1]




[1]              Texto-Garage: Las tabs son de guitarra. Las cursivas son firmas sonoras, álbumes, canciones y líricas de Metallica. Inc. ©

Warm Smell of Colitas

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Humberto Valdivieso




"Relax", said the night man,
"We are programmed to receive.
You can check-out any time you like,
But you can never leave! "
Eagles


A veces pensamos en el silencio
y no basta.
Entonces pensamos en lo dicho
y no basta.
Sin resignarnos acudimos a ciertas
claves
apurando los pasos de ida y
de vuelta.
En ellas nos refugiamos.
Las convertimos en las madrigueras
de nuestras indecisiones.
Una vez dentro,
evitamos las palabras que describen
el atardecer,
y afilamos nuestros instintos.
Aullar sobre lo prohibido es un ritual
que aprendimos con otro.
Por eso, en la oscuridad,
cuando nada puede distinguirse,
seguimos olfateando.
En el olor siempre queda lo que no puede dejar de pertenecer.


Cuarenta y cuatro años atrás:
Una bienvenida a media noche, un ángel corriendo a través de un pasillo, un piso que cambia de superficie aleatoriamente, la lengua de una bestia que lame con desespero los pies del ángel, un lugar en el desierto, un beso en la frente, una lucha que seguiría en el 2013, la bendición deseada, la cicatriz, una exegeta que baila con bellos muchachos en el luminoso jardín, cuarenta y cuatro águilas de plata volando tras el ángel, un hombre y su traje de látex fumando en la puerta, un solo de guitarra que hace sangrar los dedos, unos ojos rojos que ya no pueden llorar más.

Cuarenta y cuatro años después:
Carreteras vacías, el abrazo de Léon Bonnat, un poco de sangre que se intercambia en un bosque de brujas, una cadera dislocada en Penuel, un auto que sigue avanzando a través del desierto, los brazos estirados de Gustav Moreau, gente que danza para recordar y olvidar, las alas de Alexander Louis Leloir, una llave antigua, champaña rosada que cae de los labios de la exegeta, la rodilla que golpea el muslo de Eugène Delacroix, una bruja de ojos verdes que lee la mano del indeciso un 24 de diciembre, Israel bendecido, la mano sobre el cuello de Rembrandt, las campanas del destino cuarenta y cuatro años después, “Datta: what have we given?”, voces en el corredor, “Dayadhvam: I have heard the key”, la sombra plateada del ángel, “Damyata: The boat responded”, un solo de guitarra que no se agota, un sermón escondido tras la visión de las doce mujeres que llevan cofia blanca, las alas amarillas de Gauguin, una decisión tomada sin haber dicho la verdad, el bastón sobre el piso de Gustave Doré, una bienvenida a media noche.

Anexo (no tachado del último párrafo): en una esquina de aquella Black Les Paul Custom Guitar (Gibson catalog, circa mid-1950s) podía leerse: “¿Por qué preguntas por mi nombre?”.

Así es el rock

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Susan Urich


La creatividad es perfecta, infinita

Imperfectos nosotros
sólo capaces de crear con el residuo
la poca resina de anémonas que deja al atravesarnos y huir como una alucinación
seria intolerable
imposible de maniobrar si la dejara adueñarse de mí con todo su caldo


es por eso que uso mi vida de lubricante 
mi vida amuñuñada entre reglas sociales no escritas y basura mental 

mi vida de mierda, en resumen


Qué coño, así es el rock

- apaga el cigarrillo en la mano de su editor-

esto no es rock Belcebú, esto es Rapsodia

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Vicente Forte



is this the real life?, lanza Freddie desde la melancolía de sus grandes éxitos, is this just fantasy?, insiste, pero ninguno de los dos se percata siquiera que es pregunta y no respuesta, están borrados, alucinados por el tobogán de la cerveza y el exceso que es no creer en el amor, ella le tiene ganas a él, él le tiene ganas a las ganas, ella le chupa los labios, él le toca las tetas por encima de la ropa, el viento sopla afuera en alguna dirección, doesn’t really matter to me, ellos tienen los vidrios arriba, los seguros puestos, las luces apagadas, el motor encendido, el apetito resguardado por la burbuja de metal del carro, no hay escape de la realidad argumenta Mercury y a ellos no les concierne, open your eyes, mira hacia el cielo y ve, la noche acecha cuando el acecho acecha, una camioneta negra con tres hombres a bordo emboca la calle solitaria y pasa al lado del carro estacionado, él levanta la vista, sigue la camioneta con la mirada mientras esta se hace más y más pequeña en el espejo retrovisor, hasta que desaparece engullida por una curva, ella le toca febril por encima del pantalón, él vuelve al momento, la abraza con desesperación y le enfila la mano al final de la espalda, ella se arquea al sentir el toque por debajo de la tela, él le toca las nalgas, ella cierra los ojos, él le escarba el hilo dental mientras ella busca desabrocharle los jeans, él saca la mano y le busca ahora por delante, con habilidad le evade el cerco de las pantaletas, con violencia la abarca toda entre las piernas, ella queda paralizada por unos segundos y en su ascensión al poder él la toca

la camioneta negra se detiene silenciosa en el medio de la calle oscura, casi diagonal al carro estacionado, lista para la embestida si es necesario, del asiento trasero emergen dos hombres, uno por cada lado, se mueven con seguridad, con violencia, desprendiendo con los cañones de sus armas los pliegues de la noche, él los divisa con terror a través de los vidrios empañados, uno de ellos viene sonriendo, escudriñando a distancia con sus ojos demasiado pequeños, la camisa sudada en el área de las axilas, el cabello cortado al rape, al otro, de bigote y cejas espesas, cabello descuidado y chaqueta de nylon, lo advierte feroz, letal en sus ojos rojos y mirada vidriosa, hay un tercero que le es invisible, está detrás del volante, esperando, encubierto por los vidrios ahumados, listo como un boy scout de la muerte, mamaaaaaaa, ooooooooooooo, didn’t mean to make you cry, if I’m not back again this time tomorrow, carry on, carry on, él retira la mano, ella no va a tener tiempo de llegar, él busca en la sobaquera y toma el arma de reglamento aún con los dedos húmedos, dispara tres veces a través del cristal que explota, la voz de Freddie sale a la calle, la cara de ella se ilumina fugaz con cada detonación, el hombre de los ojos pequeños cae como un yunque, el del bigote abre fuego voraz, dispara, se agacha y se acerca, dispara, se agacha y se acerca, él le responde ecuánime, ella cae, el del bigote empieza a moverse a gachas, él mueve la palanca de cambios, acelera a fondo sin mucho control, está temblando sin saberlo, al arrancar siente el golpe contra el parachoques, la rueda derecha trasera pasa por encima del obstáculo, Scaramouch, Scaramouch, will you do the fandango, el piloto sale de la camioneta negra, comienza a disparar, thunderbolt and lightning, very very frightening me, Gallileo Gallileo Gallileo Figaro, magnifico, el carro se desplaza, comienza a distanciarse de la camioneta negra, él la llama pero ella no responde, los asientos de tela ocre han comenzado a mancharse de negro, él la toca, la sacude, ella no reacciona, el siente una puntada de ardor que se tira en la piscina de su pecho, todo comienza a moverse con rapidez, incluído el poste de luz que cruza la calle y se atraviesa, oh mama mia, mama mia, mama mia let me go, el hombre se monta en la camioneta negra, un chirrido de goma rasga la noche en dos marcando un antes y un después, atrás quedan los cuerpos del hombre de bigote y del hombre de ojos demasiado pequeños, a lo lejos comienza la nueva canción como si el destino tuviera todavía algo que decir, como si lanzara un titular invisible, la cadencia de la batería de Taylor inicia, luego entra John con el bajo, Brian le saca a la guitarra unos acordes metálicos, Freddie Mercury grita el Lets go y entonces la canción se mueve de manera formal, la banda toma impulso, Farrokh dice lo suyo entrelíneas y luego, con su archiconocida voz de tenor, repite varias veces como si el coro fuera una cuenta de cuerpos: Another one bites the dust

Domingo

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Ana García Julio



Lo de los domingos no es hambre, no es codicia, sino un cierto vértigo, una desnudez del ser que ahuyenta las ilusiones que uno podría permitirse entre semana, o incluso los sábados. Los domingos son un estómago sin fondo, el único día que no tiene escondites, que es inmune a la morfina del ocio. Tú habías muerto mil domingos y conocido la resurrección en uno que otro. Ese domingo, tu apuesta era encontrar una canción de Janis Joplin que no hubieras oído nunca. Difícil, pero no imposible: para los oyentes ocasionales siempre permanecía algún rincón en la sombra. Tenía que haber algo que fuera viejo para el mundo pero nuevo para ti, algo capaz de volarte los sesos aún. ¿Cuándo había sido la última vez que habías hecho o sentido algo por vez primera? Querías ganarle una al domingo. Querías volver a asombrarte de que existiera algo como la voz de Janis Joplin.

Entonces diste con Misery’N. Era riesgoso, el título prometía remarcar las ojeras del domingo. Pero tenías una norma: “Si igual vas a arrepentirte, hazlo”. Así que la oíste no una, ni dos, sino tres veces. Y te preguntaste dónde, dónde, dónde había estado todo este tiempo esa canción, en cuál puño de la vida se había guarecido de ti, cómo era no la habías escuchado antes. Fue un crescendo místico, una pleamar de ventura. Aquella música era el lado b de la beatitud, la carta del colgado. Ya desde el intro: semejante preludio no podía llevarte a un mal lugar. Era como si algo frío se desencadenara, como si empezara a inundar el cuarto, a llenarlo rumbo al techo.

La primera vez fue la insinuación del asombro. Queriendo prolongar la expectativa, engordar el deseo, te pusiste a investigar la procedencia de la pieza. La rastreaste hasta las sesiones de grabación de Cheap Thrills, de donde había sido inexplicablemente excluido; el tema debió esperar hasta 1983 para ver la luz en Farewell Song, una colección de “sobras” de la época de la Joplin con Big Brother. Vaya manera de “sobrar”.

La segunda vez fue la certeza de que una agonía vagamente familiar, metamorfoseada en gloria, había derrotado la indolencia de tu domingo. Anduviste por el cuarto sin zapatos, en estado de maravilla, de revoloteo. Lo que Janis ahorraba en decibeles lo ganaba exponencialmente en emoción. Decía: estoy extenuada de tanto desconsuelo. ¿A cuántas millas de la locura o cuántas millas locura adentro ya? Cualquier paroxismo sería salud.


Como a la tercera audición ya no cabías en el cuarto (¿sería el vacío? Ella cantaba 
Whoa, I said my rooms, you know, / They're so empty, empty, empty, empty, empty / Filled up with sadness, sometimes, yeah”), te dejaste empujar hasta la sala, mientras aquello resonaba por todos los rincones del apartamento. Abriste las ventanas del balcón para bombear el prodigio en el aire quieto de las cinco de la tarde, duplicado por sus propios coros: la canción te estaba invadiendo, ya casi te la sabías. En los edificios vecinos y en la calle no se veía ni un alma. El atardecer refulgía en su luz anaranjada, comenzando a marcharse. Todo estaba tan quieto, todo parecía más allá del sueño, como algo que hubiera dejado de doler, no por olvido ni por muerte, sino por el desbordamiento de las medidas, el alfabeto hecho añicos. Tan quieto que todo aullido declinaría en tremor.

La Joplin le peinaba las alas a la miseria con el cuchillo de su voz, lo mismo que hace más de cuatro décadas. Con ese abandono que es la fragua de los milagros.

Pensaste en llamar a alguien pero, a medida que pasabas los renglones de tu breve agenda mental, ibas desalentando todo intento. Les parecería raro que de pronto llamaras diciendo… Quizás ni siquiera tendrías que anunciarte o anunciar la canción, solo echarla a andar como un funambulista hasta el otro extremo de la línea. Si te lo hicieran, entenderías. Algo entenderías. Otros quizás no: les sonaría raro, les parecería insolente, fuera de lugar… Almas atenidas a protocolos.

El magnífico vacío empujaba afuera, a alguna parte, a colapsar el espacio, a entregar el testigo. ¿Alguna vez –parecía preguntar la canción– han conocido semejante desgarro? Esta melaza que escurre del corazón como aceite quemado, mientras los engranajes amenazan con saltar, con dislocarse. Janis chillaba “Why am I feelin’ so strange” cuando te pusiste los zapatos y saliste a la calle. En tu frenesí recorriste un par de cuadras arriba y abajo. Pero era domingo, domingo, domingo: “Tried / Don't you know I've tried. / Cried, cried, / You know how I've cried. / An', an' baby, I've been missin' you”.

Era terrible, pero, de algún modo, se había salvado el domingo.

Editorial rockera

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Siete años exactos han pasado desde que Los hermanos Chang aparecieron por primera vez entre nosotros.

Sí, siete años se cumplen de algo que aún no sabemos lo que es. Y que probablemente nos tomará la vida en intentar definirlo.

Así que esta editorial se pudo parecer al Ozzy Osbourne de Black Sabbath descabezando a dentellada limpia a un murciélago sobre el escenario.

Pudo parecerse un montón al cigarro eterno, incombustible, ése mismo que nadie se explica cómo no le enciende la melena a Slash mientras ahorca su guitarra con Guns and Roses.

Esta editorial pudo haber tenido mucho de Kurt Cobain, sobre todo de esa inolvidable despedida en clave de unplugged cuando tocó y cantó –quién lo duda– literalmente con los huesos.

Esta editorial pudo ser una mezcla de metal con punk con rock gótico, con psicodelia, con rock progresivo y sinfónico.

Pudo también tener el desgarro de la voz de Janis Joplin, las letras de Lennon, la sabiduría hecha música de George Harrison, los punteos imposibles de la guitarra de Hendrix, el carisma de Sid Vicious, la irreverencia genial de Frank Zappa, los alaridos entrañables de Ronnie James Dio o de Freddy Mercury; en fin, pudo haber estado tocada con el espíritu de todos esos grandes que ya no están pero –quien lo duda– siguen estando y no se irán jamás.

Esta editorial no acabó siendo ninguna de esas cosas y al mismo tiempo es todas ellas. Es un Frankenstein (o mejor dicho un Eddie, como el monstruo mítico de Iron Maiden) armado de ruidos, silencios, ausencias, desbordes, exabruptos y tesoros, como lo es el rock.

Este es un homenaje a todos esos rockeros que saben que lo son a plena conciencia y, sobre todo, a toda esa gente que son puro rock pero ni siquiera se lo plantean o sospechan.

Este es el rock de Los hermanos Chang en su séptimo aniversario, un concierto de bandas que no pegan, una polifonía de voces, una estridencia convertida en letras y música.

Es hora de celebrar, porque aunque “escribir de música sea como danzar de arquitectura” (como decía Zappa), hay momentos en que –afortunadamente- no tenemos otro remedio que hacerlo.

Bienvenidos sean todos al Rock Chang.

José Urriola y Fedosy Santaella (rockeros en permanente construcción)


Sin título


Culo de Muerte y los locos de Incredibly Strange Wrestling

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Frunobulax


En esto de la Lucha Libre, los hay reales y los hay dibujados; los hay cachitas y los hay fondones; hay hombres, mujeres, híbridos y animales… ¡Es la hora de las tortas!

Mi nombre completo es Frunobulax… El Gigantesco Perrito Piloto. Nací en un hospital del norte de Madrid… Aunque creo que en verdad he Nacido en Malasaña.

Mi signo zodiacal es Leo, me siento Leo, y leo.

Soy campeón mundial de lucha libre virtual y aspirante al título de Lucha Libre en el barro contra hermosas mujeres desnudas. Pero sobre todas las cosas, lo que más deseo, es luchar contra “Culo de Muerte”.

Ella es la flor y nata de este maravilloso deporte espectáculo, la tiarrona que se curte en las lonas más sucias dándose coces por cuatro perras. Luchadora independiente que contra viento y marea, en el barro, en un garaje abandonado o en la puta calle alimenta a la afición desde el anonimato, solo con su fuerte culo.

Damas y caballeros, les presento a “Culo de Muerte”. Originaria del medio-oeste, es una luchadora cuya arma secreta es el tamaño de su trasero. Presume de tener el culo más grande y fornido del planeta, y derrota a sus adversarios a base de golpes con la parte baja de la espalda. Viste una máscara y capa metálicas, a imitación de los ídolos mexicanos, y tiene numerosas groupies fieles, gordinflonas que acuden disfrazadas a ver a su ídolo. Te da con el culo y te desmayas. Nunca ha ganado ningún título, pero el tiempo pondrá las cosas en su sitio.

Culo de Muerte es una de los casi 50 luchadores del circuito underground de la ISW (Incredibly Strange Wrestling). Un espectáculo ambulante de lucha libre bizarra que se deja ver en festivales de música punk y eventos como el Vans Warped Tour. Se trata de una troupe de surrealistas luchadores disfrazados que hacen todo tipo de locuras, a medio camino entre el circo de Jim Rose y las peleas clandestinas. Además de las peleas en directo, la organización vende por internet videos de los combates, máscaras de lucha, pósters, camisetas y hasta muñecos.

La ISW es un lugar curioso, en el que se pegan cachondísimos personajes como Macho Sasquatcho, The Man of M.O.N.K., The Oi! Boy, Señor Bueno, La Chingona, Jesus Cross, El Gourmexico, “Hooper” Le Deux, Son of God, Ku Klux Klown, Count Dante, Risa de Muerte, Hijo de Carne Asada, Rasputin, El Pollo Diablo, The Mexican Viking, El Libido Gigante o The Monkey Medics. Peleas para adultos, cachondeo bizarro y también llaves y trucos atléticos. 

Si un día me consiguiera la lámpara de Aladino y el genio me concediera tres deseos, serían dinero, una esclava sexual y revolcarme en el barro en una lucha cuerpo a cuerpo con “Culo de Muerte”.

Es todo lo que deben saber, si les contara algo más, después tendría que matarles.

El Santo es un santo —video porno poético con DELETE—

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Fedosy Santaella



Justo en este instante en que pulso 
ENTER 
marco la diferencia, la línea   
entre la prosa y el poem —o eso quiero creer— a
para así comenzar esta historia, ENTER 
y El Santo en la ventana, en la noche, fumando,
siempre con su máscara, eso sí, pero desnudo.

—¿Es una habitación de pensión, o la de un motel barato?—

Se acaba de ir Blue Demon, y en la cama La Diabla,
tetas enormes, puyudas (mejor puyuas), cintura oprimida por un Titán,
nalgas inyectadas de jugos de albaricoque. Duraznos duros durísimos.
La Diabla también fuma. Tienen semen de El Santo entre las nalgas,
y semen de Blue Demon en la boca de la máscara (roja).
La Diabla y su cuadrilátero porno.

El Santo mira hacia la calle, la Zona Rosa quizás,
—¿es su habitación una habitación falsa de película? (DF podría
parecerse a Chicago, con trenes pasando junto la ventana.)
Ve pasar niñas en falditas con máscaras de lucha, colegialas de moñitos,
japonesas mejor que mexicanas. El Apocalipsis suena a marabunta de langostas.
El cielo es rojo y se arrebata, el Santo tensa los músculos.
Tiene una erección. El Apocalipsis lo excita. También las colegialas,
pero El Santo calla, El Santo es un santo. San Santo ha sido
determinado decretado pensado y amado como un santo
desde el principio de los tiempos del Gran Ring Bang.

La santidad es su máscara, su cuerpo es su verdad
(todavía lleva los botines puestos, un héroe
—no, un santo—
muere pero también folla
con los botines puestos),
su cuerpo no se resiste ante otros cuerpos,

su cuerpo no se resiste ante la fama,
su cuerpo no resiste tanta jeta, teta y descote.
El Santo es un santo pero no da misa. Un santo hace milagros.
Te eleva, te mata y te resucita, el Santo es un santo que te da la muerte
chiquita.

El Santo sobre el cuadrilátero, nadie se pregunta
por su gusto en el sexo. El Santo es un macho, y listo.
Un mero macho. Un mero mero macho que no coge,
que no tiene tiempo para coger,
porque siempre ha de estar haciendo algo importante, justiciero,
algo a colores… Aunque sea a blanco y negro, siempre a colores.

(El Santo recorre una carretera en un Aston Martin
—porque el santo quiere ser como Bond—, todo es
blanco y negro —sólo recuerdo esta escena
de una película de El Santo—, una autopista
en blanco y negro, un Aston Martin en blanco y negro.
El Santo se baja en blanco y negro, se enfrenta
a un grupo de enmascarados villanos en blanco y negro,
los golpea en blanco y negro, los derrota en blanco y negro.
El Santo viste un traje negro).

Es un santo, es un héroe, 
el Súper Héroe de los Santos.

Apártate José Gregorio, apártate San Malaquías,
apártate San Benito, apártate San Jorge y aparta también tu dragón,
apártense incluso María Magdalena y Santa Evita, puta mala
una de las dos. El Santo es el 
Súper Héroe de los Santos,
no se diga más. Su milagro, el orgasmo.

(¿Cuántas mujeres, cuántas mujeres viven sin orgasmo?
La Diabla sabe la respuesta, y se pone de pie).

La Diabla va hasta la ventana.
«No me gusto», dice El Santo haciendo volutas
de voz en el aire de la noche.
«Me gusta más lo que otros representan de mí
que yo real de mí mismo.»
La Diabla ya sabe por dónde viene la cosa.
La representación, cómo odia esa tontería semiótica.
«Santo, tu palo real es tan fabuloso como cualquier representación de tu palo.»
«No recuerdo que nadie haya representado mi palo.»
Ella roza sus tetotas en la espalda muralla (y no Mireya)
y su mano desde atrás, rodea y aprieta la verga,
que de inmediato se alza como réferi listo para anunciar
el inicio de la contienda.

En colores, en blanco y negro, el Santo
siempre será El Santo. En una franela, en un aviso callejero,
en un museo. Siempre El Santo.

Se apagan las luces del bulevar.
El dueño de la Ciudad ha salido a dar una ronda (un round, una rounda).
El mundo está a oscuras, a rojo oscuro de Apocalipsis,
menos en este cuarto, menos aquí
donde una lamparita de mesa de noche
hace de faro (La Diabla nunca se pierde ni un músculo
de su héroe, de su santo. La Diabla tira con los ojos wide open).
Afuera el Dueño de la Ciudad en alguna
parte de la ciudad, asesina bajo un cielo de sangre. El Santo también mata,
pero a diferencia del Dueño de la Ciudad, El Santo hace milagros
y resucita a los muertos. Pregúntale a La Diabla.

(Blue Demon, con la oreja de la máscara pegada a la —ala— puerta,
se masturba).

—THE END, ENTER… DELETE si prefieres.

Ícaro todavía vuela

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José Urriola




Peñaranda fue el que nos metió en este peo. Digo, en el peo de las luchas callejeras, luego también en el peo con el Chepo y su banda, y también fue el responsable de que acabáramos en México gracias a su puta teoría del tercer atraco. 


“Yo tengo una teoría –dijo el coñoemadre de Peñaranda justo después de enterarse de que nos habían encañonado al morocho y a mí por segunda vez en menos de dos meses para quitarnos las carteras y los celulares– en Caracas existe una vaina que se llama la teoría del tercer atraco. Es decir, a ti te atracan una vez y sigues pa’ lante echándole bolas, te atracan la segunda y ahí sí te cagas y comienzas a pensar en irte; a dónde sea, a hacer lo que sea.  Hay dos tipos de caraqueños: los que se quedan hasta el tercer asalto (y luego hasta el cuarto, el quinto, el sexto… o hasta que te mueras, en caso de que no te maten antes) y los que queman las barcas antes de que los atraquen por tercera vez. Ustedes, morochos, tienen que decidir a qué grupo pertenecen”.


Y mi hermano y yo decidimos que mejor éramos del segundo bando, de los que no esperan al tercer atraco a mano armada. No sea cosa que sea cierta aquella vaina de a la tercera va la vencida. Y el vencido es uno, allí lleno de plomo en una cuneta y con el mosquero en la boca.


Así que cogimos los reales que teníamos, hicimos las maletas, nos despedimos de las luchas callejeras (coño, lamentable, porque nos estaba yendo bien, sobre todo a mi hermano; porque a mí ya me habían roto el tabique dos veces y la muñeca izquierda ya no me servía ni para lanzar los jabs) y pasamos por donde Peñaranda para que nos pagara lo que nos debía de las últimas peleas y para que nos diera las señas de su amigo El Chepo en México.


“Miren, morochos, una vaina que les digo de pana y todo… mosca con El Chepo, porque ese carajo anda en una”. Y nosotros entendimos que andaba en una pero de las buenas, de las que dan mucho real; luego nos enteramos de que su ‘andada en una’ era en una de narcos, ajusticiamientos, lavado de dólares. En fin, una joyita El Chepo, una belleza el hijo de puta. 


La ignorancia es feliz –decía la abuela– así que optamos por no pararle mucha bola a Peñaranda, cogimos nuestra platica y nuestro par de maletas y nos fuimos al aeropuerto rumbo al D.F. mexicano. Y al día siguiente estábamos ya en la mansión del Chepo, una vaina obscena con piscina, un poco de putas que estaban riquísimas todas, dos jirafas, un rinoceronte negro (de los que decían que estaban ya extintos), una familia de leones con cachorros y todo, y más mesoneros que gente.


El Chepo nos recibió: “Ah, al cabo que ustedes dos son los gemelos venezolanos cabrones que me mandó mi cuate el Peñaranda, pos vamos a ver cómo le hacemos para ayudarnos”. Y nosotros dos le dimos las gracias y qué casa más bonita tiene y felicitaciones y mira la avestruz si hasta está poniendo un huevo, y no sabe el gusto que es para nosotros conocerlo y que nos reciba en su casa. “Déjense de mamadas que no tengo tiempo”, nos respondió. “A ver qué chingados quieren ustedes, para qué me sirven un par de gemelos a mí, ¿qué chingados saben hacer ustedes?”. “Bueno, nosotros sabemos pelear, sobre todo mi hermano, aunque yo también le echo bolas si me necesita. No sé, de guardaespaldas, como responsables de la seguridad, usted dirá qué le hace falta”. “¿De seguridad? Chinga tu madre, pinches venecos, ¿no ven que mis guaruras ya los tengo y que están armados con subametralladoras? A mí no me sirve para nada un par de extranjeros cabrones que sepan dar madrazos.”


Y cuando estábamos ya de salida, desmoralizados y escoltados por dos gorilas trajeados de Armani y con las pistolas en mano, El Chepo nos gritó: “Vuelvan mañana a la hora de la comida, yo los invito. Ya veremos qué se nos ocurre que nos pueda servir a todos”.

Regresamos entonces a casa del Chepo, tal como nos había indicado, al día siguiente. “Pos, estuve pensando, cabrón –me dijo dirigiéndose a mí mientras partía una langosta con las dos manos– y creo que hay un negocio en el que me pueden servir y que les dará una lanita a ustedes dos”. “Claro, Don Chepo, usted diga que estamos aquí para servirle, gracias por la oportunidad”.


El Chepo entonces nos explicó lo que tenía en mente. Una vaina muy rara relacionada con la lucha libre, con un tratamiento médico a base de células madres y con cirugías. Que decidiéramos cuál de los dos sería el conejillo de indias y cuál el entrenador/representante. “Coño… ¿y tiene que ser uno de nosotros? Es que esa vaina, perdone, señor Chepo, suena como peligrosa”. “Pos se me van ya mismo a la chingada, hijos de sus putas madres, ¿ustedes no querían chamba?, pos yo se las estoy ofreciendo”. Entonces mi hermano abrió la boca por primera vez desde que llegamos a México: “Yo me someto al tratamiento y a las operaciones, a mí no me importa, además soy el mejor luchador de los dos”. Y tema cerrado.


“Miren, carnalitos, nos es por chingarles, es que necesitamos gente como ustedes. Hemos probado con varios mexicanos y el tratamiento no sirve. Siempre hay algo que no funciona, que nos sale mal. Estoy hasta la madre de dejar paralíticos y con mutaciones raras al talento nacional. El Dr. Molina Riggen piensa que con extranjeros la madre ésta del neoluchador libre puede funcionar”, dijo El Chepo. Lo dijo, además, con un tono conciliador, poniéndonos las manos sobre los hombros como un padrino protector, y también haciéndole un gesto con la boca a uno de sus gorilas para que nos diera un rollo bien apretado de billetes de mil pesos a cada uno. “Eso es un adelantito nomás, para que se coman unos tacos y se tomen unas chelas en mi nombre mientras se lo piensan”.


Marico, teníamos tres días en México y ya éramos millonarios. Cómo le dices que no a una vaina así.


Dos días más tarde ya estábamos iniciando el tratamiento para convertir al morocho en un súper luchador libre. El Dr. Molina Riggen –un caballero que no pegaba ni con cola en ese contexto de narcos, gorilas y lucha libre para lavar dinero– nos explicó el asunto con manzanitas. Una vaina que hasta un tarado la entendería. “La lucha libre se está agotando, no hace otra cosa que repetirse, son los mismos gordos musculosos haciendo las mismas piruetas de siempre sobre el ring; lo mismo pero con otras máscaras, lo mismo pero con el público cada vez más decepcionado y aburrido. Desde hace un tiempo hemos estado trabajando en un súper luchador. Algo que sea distinto, que sea nuevo, algo que vuelva a levantar el negocio de la lucha aquí en México y que haga que los inversionistas de la lucha gringa se vengan para acá. Lo hemos intentado con varios luchadores locales de los buenos, pero las prótesis pegan mal, el tratamiento no les hace el efecto deseado, los pobres han acabado parapléjicos o en estado vegetal, postrados en camas clínicas y, cuando corren con suerte, en sillas de rueda. Pero ustedes, que son venezolanos mestizos y productos de otras mezclas de varias razas distintas a las que solemos tener por aquí, quizás sí lo soporten. Estamos hablando de mucho dinero, dinero como para que mañana vivan en una casa mejor que la del Chepo. Además de mucha fama, con todo lo que eso implica. En fin, ustedes ponen la materia prima y nosotros todo lo demás; luego nos repartimos la lana y todos contentos.”


“Vas a necesitar un nombre artístico. Todo luchador tiene el suyo y tú no puedes ser la excepción” dijo Molina Riggen el día final de tratamiento, mientras le ponía la última inyección sobre las heridas quirúrgicas aún frescas a mi hermano. Y el morocho, se ve que lo tenía bien pensado desde hacía rato, le respondió: “Ícaro. Que me llamen Ícaro. Y quiero una máscara con alas”.


En pocas semanas ya Ícaro estaba listo para hacer su debut. Era increíble lo que había hecho el tratamiento con él y lo bien que le habían quedado las prótesis en músculos, huesos y articulaciones. Ícaro, literalmente, volaba. En los entrenamientos daba saltos que triplicaban la altura del más grande de los luchadores. Era capaz, en el aire, de dar dos mortales, un tirabuzón, caer en formación V sobre su contrincante y aplastarlo contra la lona. Así mismo, el más increíble luchador de la historia de la lucha libre era mi hermano gemelo. Qué orgullo, panita, no te imaginas.


Debutó y fue la sensación desde el primer asalto. Y también durante todos los asaltos que durante tres años de puros éxitos disputó sobre el ring. La gente iba a la lucha sólo por él, para ver a Ícaro en acción. Además el morocho fue ganando confianza, se iba convirtiendo en una máquina perfectamente fusionada con eso que tenía debajo de la carne y fluyéndole por el torrente sanguíneo. Claro, también es verdad que se fue haciendo más hosco, más huraño, un tipo cada vez con peores pulgas. Y la soberbia, pana, una soberbia que jamás en su vida había tenido, una vaina que lo estaba transformando definitivamente en Ícaro en la misma medida en la que iba borrando todo vestigio de lo que alguna vez fue mi hermano gemelo. Pero, qué carajo, las cosas iban bien, El Chepo estaba feliz, el Dr. Molina Riggen había alcanzado el éxito que durante tanto tiempo había perseguido: Ícaro era su obra, su orgullo, su garantía de por vida de ser un intocable, ni siquiera El Chepo se atrevería ya a hacer algo en su contra o en contra de su familia; y nosotros ni te digo, un exceso todo. De lujos, de mujeres, de drogas, de caprichos, de fama. Vinimos a México para coronar.


Pero entonces llegó el día de “La lucha del milenio”. Un evento internacional donde la estrella de la lucha libre americana, The Zombie, se batiría frente a frente contra Ícaro. Eso en el estadio Azteca, ante más de 200 mil espectadores. Con todos los ojos del mundo puestos allí. Y con todos los magnates gringos, mexicanos, chinos, indios y europeos ahí presentes.


Ícaro era imbatible. Él lo tenía clarísimo. Lo sabíamos todos. Pero en la lucha libre hay que hacer pensar a todos que la pelea es pareja, que el héroe necesita rozar la derrota, estar a un milímetro de la rendición para entonces sacar su verdadera casta. Así que inició la pelea e Ícaro dejó que The Zombie lo pusiera contra las cuerdas, la clavara el codo en la garganta, le hiciera llaves rompehuesos y lo aplastara contra la lona con sus casi 150 kilos de puro músculo. También dejó que The Zombie lo cargara sobre sus hombros y lo lanzara fuera del ensogado para estrellarlo contra el público de la primera fila. Ahí me preocupé y le grité: “¡Ícaro, ya está bueno, hermano, no dejes que te siga golpeando, deja el show y ataca, acaba con esta mierda!”.


Y allí Ícaro me hizo caso.


Se trepó al ring como un cocodrilo que intenta coronar la orilla a pesar de que la arena lo hace resbalar. Se subió a las cuerdas de una de las esquinas. Me buscó con la mirada y a pesar de la máscara supe que sonreía. No sólo que sonreía, sino que era la misma mirada de mi hermanito de toda la vida, mi morocho, ese pana en el que siempre me vi reflejado mejor que en cualquier espejo. Tomó impulso flexionando las rodillas, un impulso como para salir disparado como una bala humana en dirección al infinito. Con todo lo que sus músculos envenenados por las prótesis y los tratamientos podían. Sería un Grand Finale, el más apoteósico final de la lucha libre en la historia del espectáculo. Ícaro, seguramente, daría varias vueltas en el aire, varios mortales con varios tirabuzones y en la cúspide de su vuelo se dejaría caer, se lanzaría en picada como un ave de rapiña para caer sobre su presa, allá, indefensa y en pánico, decenas de metros más abajo. Pero Ícaro en su trayectoria voló demasiado alto y se estrelló contra el panel de luces que alumbraban el escenario. Hubo un fogonazo, llovieron las chispas, el vidrio molido y caliente cayó como una tormenta sobre el centro del ring. Y más atrás Ícaro, convertido en una masa chamuscada y sanguinolenta, cayó de bruces con toda la panza contra la lona. The Zombie no tuvo otra opción que arrodillarse a su lado, aplastarlo con la palma de la mano contra el suelo, el referee dio los tres golpes y fin del combate.


No me hizo falta saber el informe de los médicos ni que el Dr. Molina Riggen me dorara la píldora con frases de estímulo que mal disfrazaban el sentido pésame. Ya sabía bien, desde el mismo instante en que lo vi desplomarse sobre la lona, que ese había sido el último vuelo de Ícaro.


------------------------------------------------------- O ----------------------------------------------------------------


El Chepo se me acerca y me dice: “No te creas que éste es el fin. Aquí nadie se va a rajar porque Ícaro está muertito. Hay demasiada lana en juego y tú tienes el mismo material genético que tu hermano ¿Ya sabes, pinche cabrón, qué nombre vas a llevar?”. “Fénix”, le respondo. Yo también lo tenía decidido hace rato.

Malditos enanos de porquería

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Deva Dásis


I
Malditos enanos de porquería. ¿Por qué tenían que ser tan rudos? ¿Acaso no vieron que entre el público habíamos gentes que no comulgábamos con la violencia? Y mi padre, ese otro bueno-para-nada, que pretendía siempre sacarme una sonrisa llevándome a ese espectáculo deplorable... ¿A eso llamas cultura, gran cabrón? ¡A guevo! Nomás y luego luego de eso me retachabas que empinándome un par de Tecates ya estaba lista para enfrentar las tareas que mamá nunca pudo hacer. Adiós, infancia: ahí tienes el trapo y la escoba y ya tráeme el posolito mijita que tu padre trabaja tantito más que todos los hombres de la fábrica para llenarte la trompa...

II
La noche, como siempre, iniciaba cuando todavía centelleaba la luz del sol en nuestros ojos. Y ese día yo estaba harta de tanto recodeo con un viejo salvaje que nomás entrados al cuartito, vino a meterme la lengua hedionda y sudorosa en la boca. Y a ver; la cosa no hubiese estado tan fea si no me hubiera contado toda su maldita vida allá en los alrededores del Lago de Chapala. ¿A mi que diantres me importaba su vida? Pero es como siempre, María, me digo frente al espejo deshecho que cuelga de mi cuartucho; qué retefeo es verse las edades en el mercurio deteriorado de un viejo y sucio espejo. Aunque luego de todo, este Table no es el peor en el que he estado. Por lo menos no me pongo quejica como la amigona mía. Esa sí es una princesa... Pero ahí tienes, Estelita, Televisa nunca te abrió las puertas, y allí estás, abriéndole las puertas, perdón, las piernas, a cuanto hombre se te aparezca. El caso es que esa noche, que no era noche, como dije, fue cuando los vi por primera vez cruzar el umbral de la puerta. Sólo recuerdo que me dije: ¿a poco el viejo Soria ahora está dejando entrar menores de edad al local? Y ahora cuando me distraje un poco, ya tenía esa fea y enjuta manito arrugada tomándome de la entrepierna...

III
¡Ay virgencita querida, si son 47 años cada una...! No vi más nunca a mi padre ni al patroncito Soria que tan bien se hubo de comportar con nosotras... ¡Ni al Lorenzo, que tantas veces nos prometió sacarnos de ahí, derechito para trabajo noble en la Zona Rosa!... 47 años, cada una. Y todo por esos malditos enanos de porquería...

IV
Yo sí. Me vendía poquito de los trece años. Es que ni provoca contarlo, porque es historia harta conocida y repetida por muchas de las de mi calaña. Comencé con los tres hermanos de la otra vecindad. Luego con mi padre. Sí, mi padre... ¿se sorprenden? La sorpresa fue la que él me dio aquella noche de Noche Buena, no tan buena, al toquetearme las entrañas y luego penetrarme suya a la fuerza: “Ay Mariíta, si sacaste la misma cuerpa de tu madre”¿Les cuento más? Luego el exnovio de mi Estela querida; y el padre del exnovio, una y otra vez, en el hotelito ese oscuro que está allí en Tacubaya. Ahí fue cuando conocí a la Estela que hoy me acompaña en esta sucia prisión. Y ahí fue cuando me presentó al Lagarto y al Moses, padres intelectuales de las ahora descubiertas Goteras.

V
Yo los vi a los ojos. Y los reconocí enseguida. Esas fachas nunca se olvidan. El mismo sonreír pesado que diametralmente se aparecían en sus caritas maltrechas. ¿El Parkita, no? Y el Espectrito II... los mini luchadores más famosos de todo el DF. Y hay que ver; esos movimientos de brazos, toscos e inacabados, que tanto repudié aquella noche en el Arena México, el lugar preferido de mi padre para ver las gloriosas luchas. De inmediato le hice señas a la Estela de que a éstos sí nos lo íbamos a llevar de paseo. Espero no hayas dejado las gotas, pinche cabrona; mira que así sea ahorcándolos me los llevo. ¿Ustedes no qué no? Disque tanta fuerza bruta, guei, ahí plantadotes y bien rudotes en la arena para que las niñas como una los vea y se diviertan... Cabrones...

VI
El pago... déjenme reírme, compadres... ¡esa cantidad de pesos no la tendré nunca! Y menos si voy a pasar 47 años encuevada...

VII
Fue tan lindo verlos dormirse como bebés... Con doce gotas cada uno, y otras cositas más, ya sabía yo que caerían como angelitos del Señor. Menos mal que a mi me tocó el que más rápido cerró los ojitos. Pero Estela, la pobre; ella sí tuvo que meterse en la boca el pene de el Parkita ese... Es que ustedes dirán “esta mujer es un demonio”, pero ¿a poco no han pensado cómo es el pene de un enano?... Naaaah, ¿en serio? Pues es mínimo, guei; casi que parece un chirelito así nomás de chico. Y de arcadas que dio la pobre al lamer la suculenta cabecita de ese minipene que poco a poco iba perdiendo su entereza. ¡Otros que ya le cobraron a la Parca! Adiós, malditos. Los veré luchando en el infierno de los enanos.

VIII
¿Te gustaron los luchadores enanos, mijita? No papá, no me gustaron en lo absoluto. Pero mi sonrisita le dijo a mi padre que sí me habían gustado. Y que el ver a esas dos masitas rechonchas aferrarse al cuerpo del luchador contrario, haciendo no sé qué maldita llave, había sido una experiencia harta gratificante para los ojos de una niña. Y de ahí, bueno, a comernos unos tacos al Pastor y a retacharnos a casa.

IX
Creo que ya les quedó clarito que desde que vi a ese par de enanos luchando, los odié de por vida. Así de sencillo, guei...

X
¡Vámonos María, vámonos! Pero las piernas no me daban. Y cuando me dieron, recé y recé porque un no sé qué me dijo que ahora sí se me acababan mis días de conseguir harta lana gratis. Dos Goteras menos...

XI
Madre Santísima de Guadalupe. Madre de Jesús, condúcenos hacia tu Divino Hijo por el camino del Evangelio, para que nuestra vida sea el cumplimiento generoso
de la voluntad de Dios. Condúcenos a Jesús, que se nos manifiesta y se nos da en la Palabra revelada y en el Pan de la Eucaristía. Danos una fe firme, una esperanza sobrenatural.
Me voy a podrir, me voy a podrir en este lugar y de seguro al pasar veinte años me van a matar. Si no es que me matan antes... Y moriré como una pobre perra, sin nadie que me reconozca, sin nadie que me quiera pagarme una vela, sin nada...

XII
Ya me imagino a los periódicos hablando de cómo le hacíamos Estela y yo con las gotas...  Por ejemplo, esta: http://bit.ly/15vnmz3

¡Pero bien merecido se lo tenían, esos malditos enanos de porquería!...

La patada charra

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Enrique Enriquez



fig1:

lucha

l uch a

  uch

ouch!




fig2:

luchador / lottatore / lutador / lutteur

    luthier

laúd      dual / duel / duelo

ataúd    ata Ud.
             



fig3:

para tal charada  =  la patada charra





NOTA: Fig. 3: magia por contagio. Fig. 2: magia simpática. Fig. 1: magia por contagio y simpática.

La única llave que el lenguaje describe es la del lenguaje mismo.

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