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Channel: Galpón Chang de jóvenes poetas
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Oficio: cenizas

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Jacqueline Goldberg




A Pilar Campos

A Luís Eduardo Rodríguez

A Miguel Ángel Campos


1

«Jamás le entregarán a su deudo en estado puro, debe saberlo. Tras el proceso de cremación quedan cenizas difíciles de remover que se mezclan inadvertidamente con el próximo cuerpo a ser incinerado. Por otra parte, el fuego no destruye joyas ni piezas dentales de metal, si desea conservarlas debe indicarlo antes de que el cuerpo sea trasladado al crematorio, sino la funeraria puede disponer de ellas. Si el difunto lleva un marcapasos debe extraerse antes, pues suele estallar. Nuestros hornos son de alta tecnología, tienen un sistema de monitoreo digital y dirigen las llamas al torso del cuerpo, donde reside la principal masa corporal. Sólo manejamos difuntos de hasta doscientos kilogramos. Como sabe, tenemos una línea de ataúdes especiales destinada especialmente a la cremación, pero si gusta alquilamos féretros lujosos tradicionales de las que extraemos al cadáver antes de entrar al fuego. El proceso completo toma al menos dos horas. Cuando la incineración ha concluido, los fragmentos de huesos son retirados y el operador utiliza un pulverizador donde los procesa hasta que adquieren la consistencia de granos de arena. En cuanto al cráneo, en algunos casos por su tamaño es golpeado y aplastado con un instrumento similar a un rodillo, el cual se desliza sobre el cráneo carbonizado hasta pulverizarlo y convertirlo en cenizas. Si tiene dudas, encontrará más información en el folleto que está junto a la planilla. En diez minutos volveré para iniciar los trámites administrativos. Estoy a su orden, sepa que lamentamos su pérdida y compartimos su dolor».

Cuando la empleada de la funeraria regresó, Dafna no había conseguido leer una línea y menos rellenar la minuciosa planilla. Tenía los oídos en lágrimas. Dijo a Zoe: «Encárgate por favor, no puedo, realmente no puedo». Y desapareció entre los acristalados pasillos. Zoe, con la congruencia que sólo otorga un vasto y viejo afecto, dio las instrucciones necesarias, tomó un café y fue hasta la capilla más lejana, donde horas después un empleado le entregó un cofre plateado con las cenizas del padre de Dafna. Casi en el mismo momento recibió un mensaje de texto: «Sabes qué hacer, cuál era su deseo, encárgate por favor, yo no puedo».

Zoe se encaminó hacia su automóvil con el cofre abrazado, lo acomodó en el asiento trasero como si se tratase de un párvulo. Al llegar a casa se aseguró de poner el trancapalancas, cerrar todas las puertas y colocar la alarma. Subió, como un día más, se bañó, revisó correos y se acostó sin pensar en nada.

Al día siguiente, muy temprano, condujo hasta la costa. El viaje, de casi dos horas, fue interrumpido por un par de alcabalas policiales que nada preguntaron tratándose de una mujer de más de cuarenta años, de apariencia sobria y vehículo en buenas condiciones. Ya junto al mar, Zoe subió a una roca y colgó del viento las cenizas de don Joseph, superviviente del Holocausto cuyo deseo, muy en contra de la familia y de sus severos correligionarios, era convertirse en ceniza, tal como había ocurrido con sus padres y su hermana medio siglo atrás en un campo de exterminio en Polonia.

Zoe volvió a la ciudad entre noticias y música que pescaba al azar en la radio. Sin mucho qué hacer, bajó en una panadería y mientras esperaba el café, envió a Dafna un mensaje de texto: «Todo en orden, tu padre se ha ido con las olas». No hubo respuesta, sólo el resto de una tarde extraña.



2

Desde que fue despedida, los días de Zoe eran ascuas. No dejaba de esperar la llamada que indicara que todo había sido un equívoco, que podía volver a su laboratorio, al análisis de muestras de lejanos subsuelos, a sus rutinas de hembra gruesa y serena. Mientras nada de lo anhelado sucedía, sus horas se llenaban de favores a familiares, amigos y descarados vecinos que creían importante ocuparla, mantenerla lejos de la verdad de su miserabilidad: «ven y cuídame al niño», «llévame el carro al mecánico», «¿llevarías a mi mamá a su consulta con el proctólogo?».

Fue así como terminó acompañando a Dafna, primero durante dos semanas en la antesala de cuidados intensivos de la clínica y luego al cementerio. Lo que vendría después no se lo esperaba, pero paciente como era, creyó que se trataba de uno más de los insólitos giros que estaba dando su vida desde que ella, entre quince mil empleados, fuesen arrancados de un plumazo de la nómina de la industria petrolera estatal.

Muchos de sus compañeros hallaron trabajo en empresas de España, África y el Golfo Pérsico, otros se dedicaron a oficios menores y a la buhonería. Algunos pasaron la página, bajaron la cabeza y admitieron volver. Ella, con ciertos ahorros e infantiles esperanzas, optó por esperar. No hacer mucho y esperar. Leer, comer, dormir y esperar. Hacer favores y esperar.

Su entereza y solidaridad con Dafna serían rememoradas en muchas ocasiones. Se convirtió en ejemplo y tema de conversación. Tanto, que un día José Carlos, ingeniero con quien solía inspeccionar los grandes almacenes del Lago de Maracaibo donde se guardaban ciertas muestras geológicas, la llamó entre apenado y desesperado: «Zoe, necesito un inmenso favor, mi suegro acaba de morir y mi esposa está desconsolada, yo sin trabajo y no sabemos cómo cumplirle al viejo, quien dejó en el testamente claramente especificado que si sus cenizas no eran llevadas a la Laguna de Mucubají no podríamos cobrar la herencia, y sabes cuánto la necesitamos».

Sin saber cómo, Zoe se vio de pronto en una Iglesia del este de la ciudad, recibiendo una bolsa plástica con las cenizas del padre de Matilde y emprendiendo camino hacia el punto más alto de la carretera trasandina. Quiso ir sola, bien provista de música, abrigos, comida y refrescos. Ocho horas le tomó llegar hasta la ciudad de Valera, donde durmió en un hotel de mala muerte. Al día siguiente, continuó hasta el Pico Águila, a más de cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar. Pero ahí no acababa el camino. La Laguna estaba aún a unos kilómetros que por suerte conducían justo hasta la orilla. Disimuladamente, se detuvo ante las escarchadas aguas. Aún sabiendo de los muchos mitos acerca de ánimas pobladoras de las lagunas andinas consiguió cumplir con su misión sin inconvenientes. De regreso sintió presencias en el carro, voces que le hablaban en lenguas extrañas, pero las atribuyó al cansancio. Su prioridad era volver, encamarse y no salir durante días. A mitad de camino llamó a Matilde: «Tu padre está ya en el fondo de la laguna, te llevo una hoja de frailejón y un frasco de miel como prueba de que cumplí su deseo».



3

—¿De verdad no sentiste nada? ¿Susto, miedo, asco?

—Pues nada.

—¿Nadita de nada?

—Como si lo hubiese hecho toda mi vida. Es dulce saberse cómplice de una voluntad. En las cenizas no está el cuerpo, es un estadio distinto de la materia, pero también del alma. Además, la gente escoge lugares encantadores para desaparecer. Llevar a tu papá al mar fue un ejercicio para mi propia reflexión, tan agotada y turbia en estos días. Y al suegro de José lo llevé a una laguna hermosísima, con un cielo cobalto que de no ser por él jamás habría conocido.

—Pero chica, deberías montar un negocio con este asunto de la viajadera de cenizas. Eso, una agencia de viajes para difuntos incinerados.

—¡Estás loca!... Además, tú como judía, estás en contra de la cremación.

—Lo estoy, pero ni sueñes que volverás a trabajar como petrolera.



4

Como casi todo en la vida de Zoe, los procesos que conducen del pensar al hacer son casi invisibles y voraces. Por eso una semana después de la conversa con Dafna se vio haciendo clic en la planilla electrónica que colocó su aviso en la página necrológica de uno de los más importantes diarios nacionales.



El último adiós es un acto respetuoso

que no todos somos capaces de acompañar.

Me ofrezco a conducir las cenizas de su ser querido

hasta el fin del mundo si es necesario.

Incluye trámites y fotos que demuestran el destino final de las cenizas.

Información gratuita las 24 horas
Llamar al Cel(0414)1207551 / Tlf (212)7625511
Email: zoedelaoz@gmail.com

Web: cenizaalviento.blogspot.com



5

La primera llamada fue errónea, pedían todo el servicio de cremación. Luego el teléfono arrojó media docena de timbrazos semejantes, que le hicieron pensar que había redactado mal el aviso. Cuando por fin apareció el primer trabajo, Zoe tembló. Se trataba de llevar a París las cenizas de una joven que acababa de rendirse al cáncer. A un tal puente Mirabeau desde donde se había suicidado un tal Paul Celan. La familia era multimillonaria, pero no lo suficientemente sentimental como para cumplir a cabalidad el último deseo de la hija poeta. «Lo importante es que alguien lo haga» atinó a decir un padre malhumorado que junto a las cenizas le hizo llegar boletos aéreos, reservación de hotel y dinero suficiente para dos lujosos días en París, amén de los honorarios.

Zoe sabía que los trámites aeroportuarios eran sencillos. Las líneas aéreas permiten transportar cenizas humanas como equipaje de mano en una urna funeraria apropiada, debidamente cubierta y disimulada, y con un empaquetado anti-rotura. Como documento se exigen copias del acta de defunción, del documento que aprobaba la cremación, de la cédula de identidad del difunto y una autorización de la familia. Sin embargo, con el temor que infunden militares y policías, prefirió la mentira. Cuando la agente de la Guardia Nacional se topó con un par de bolsas plásticas, Zoe explicó que era ingeniero y llevaba a Francia muestras de cemento. La mujer uniformada abrió uno de los empaques, lo olió, introdujo un dedo que luego pasó por su lengua y con una mínima arruga en el entrecejo admitió que aquello era, sin más, cemento.

Ya en París, apenas dejó las maletas en el hotel de la Avenue Emile Zola, fue directamente al Pont Mirabeau y sin los resquemores que había experimentado en oportunidades anteriores dejó caer las cenizas al río Sena, extrañamente quieto, como si aguardara aquel polvillo viajero y el poema que había aprendido de memoria, pues decidió que si ese sería en adelante su oficio, no podía hacerlo de manera deshumanizada, sin un rezo, un canto, unos vocablos de despedida: «En los ríos, al norte del futuro,/ tiendo la red que tú/ titubeante cargas/ de escritura de piedras,/ sombras».

El resto de la jornada fue melancólica. No se puede celebrar París tras deshacerse de quien un día fue calambre y ahora tan sólo agua rumbo al mar.



6

Lo que había comenzado con desgano adquiría certeza. No es que Zoe recibiera llamadas todos los días, pero sí al menos una al mes, lo que le permitía vivir con holgura en espera del desenlace político que la llevara de nuevo por todo el país en busca de lo más íntimo de la tierra, aquellas capas últimas que alcanzaban los taladros perforadores antes de hallar petróleo y que dan cuenta de la gruesa voz de la patria.

Zoe no se conformó con ser carretilla y sombra. Investigaba en Internet sobre increíbles historias asociadas a cenizas humanas, casos en disputa, leyes, servicios parecidos a los suyos en otros países. Incluso entró en un foro de trabajadores funerarios, pero se hartó de detalles. En algún momento pensó en hacer un diplomado en administración de tanatorios, que se dictaba desde la Argentina, pero lo suyo eran otras negruras.

Muchos han deseado que sus cenizas sean esparcidas en el mar: John F. Kennedy Jr., Ingrid Bergman, Ron L. Hubbard, Janis Joplin, Steve Mc. Queen y Rock Hudson. En 1997 las cenizas de Mark Gruenwald, uno de los editores más importantes de Marvel Comics, se mezclaron con tinta y con ella se reimprimió una colección escrita por Gruenwald en los ochenta.

Cuentos hay muchos. Zoe los averiguó todos. En el velorio del escritor Hunter S. Thompson se lanzaron fuegos artificiales mezclados con sus cenizas. El espectáculo fue pagado por su amigo, el actor Johnny Depp. Los restos cremados de Edward Headrick, inventor del Fresbee, fueron mezclados con el plástico de algunos famosos discos voladores. Fredric Baur, inventor de las latas Pringles y gracias a las cuales la compañía Procter & Gamble pudo mejorar el transporte de sus papas fritas, pidió que lo enterraran en uno de los célebres cilindros. Se dice que los restos del creador de la serie Star Treck, Gene Roddenberry, fueron enviados al espacio.

Por otra parte, existen servicios muy sofisticados para dar destino a las cenizas. En Perú ofrecen catamaranes que llevan a la familia mar adentro en medio de un fabuloso banquete. La compañía Eternal Reefs propone convertirnos en hogar para la vida marina: mezclan las cenizas con concreto y lo sumergen como una suerte de lápida marítima. LifeGem brinda la oportunidad de transformar gente en diamantes sintéticos.

En fin, que no era demasiado extraño el servicio que Zoe había hallado para sobrevivir.



7

Entre los transportes de difuntos que Zoe comenzó a hacer hubo algunos nacionales y otros internacionales. Unos cercanos y otros muy lejanos. Ninguno despreciaba por difícil o sin sentido. Llevó cenizas a una playa de la Isla de Margarita, a un palafito del sur del Lago de Maracaibo, a Trinidad, a Brasil. Alguien quiso que una cucharada de sus cenizas fuesen mezcladas con uno de los llamados “café con lágrima” preparado en el Café Tortoni de Buenos Aires, tarea engorrosa que Zoe logró con disimulo introduciendo las cenizas en una bolsita de azúcar y volcándolas en la taza mientras repetía un verso de Borges hallado en Internet: «La eternidad está en las cosas/ del tiempo, que son formas presurosas». Nunca había abandonado unas cenizas con tal sensación de soledumbre. El café quedó en la mesa, helado.



8

Se acabó. Un día se acabó. No más polvo eterno. Lo decidió un domingo, leyendo el periódico. Un hombre de 55 años fue con su hijo de 11 a esparcir las cenizas de su esposa desde la zona de la escollera sur de Mar del Plata, en Uruguay. Cuando caminaban sobre las rocas, ambos cayeron al mar. El niño pudo ser rescatado, el padre murió ahogado y su cuerpo recuperado horas después.

No es que Zoe temiera para sí tragedia semejante. Es que no era cierto que aquella faena no le pareciese oscura. Tratar con la muerte la despojaba de sí. Era un olvido provocado, escabroso. Olvido del país, del daño.

A varias llamadas dijo no. Que ya no. Que no más. Pero un mediodía, viendo que el país no cogía forma, optó por acciones menos cansonas. Un amigo, diseñador gráfico, la había ayudado ya muchas veces a retocar las fotos que entregaba como prueba del destino cumplido. Ese amigo le había sugerido construir escenarios, no ir tan lejos, echar las cenizas sin tanto agobio. Zoe ni se atrevió a imaginarlo entonces. Lo suyo eran valores, deberes cumplidos, herencia de toda una vida tatuada por la cultura corporativa petrolera.

Un día, aceptó un nuevo encargo: trasladar las cenizas de una pianista a Viena. Exigió el dinero de siempre, hizo firmar documentos, especificó la fecha de su viaje y, cenizas en mano, se dirigió a la oficina del diseñador gráfico. «Aquí estoy, hazme unas fotos en las que me vea en Viena, a orillas del Danubio, haciendo lo propio».

Era invierno, hubo que buscar abrigos y utilería. En tan solo tres días, Zoe apareció con mirada circunspecta cumpliendo la tarea de eternizar a la pianista en la ciudad donde están sepultados Beethoven, Schubert, Brahms, Strauss y Mozart.

El tema era qué hacer con las cenizas. Mientras llegaba una respuesta digna, guardó a la pianista en un rincón de la biblioteca. Días después llegó el encargo de trasladar a un gordo arquitecto a los jardines de la Villa Savoye en Poissy, cerca de París. Aún sabiendo que aquellos terrenos eran patrimonio cultural y que no hubiese podido cumplir bajo ninguna circunstancia, aceptó sin detalles y dos semanas después había unas espléndidas fotos donde aparecía regando cenizas por los jardines de la casa diseñada por el famoso Le Corbusier. «¡Qué grande es Photoshop!», comentó a su amigo mientras le estampaba un beso colorado en la nuca.

Zoe fue acumulando cenizas entre sus pocos libros. Eran cajas de variopintos tamaños, colores y estilos. Más de una docena al cabo de dos años. Podía guardarlas eternamente, hasta que su propia muerte descubriera aquel rosario de estafas. Pero lo suyo, si bien era ahorrarse ajetreos, no admitía irrespetos como tal. De ahí que pasara días y días meditando qué hacer con aquel gentío. Pensó en revolver las cenizas y llevarlas al mar. También vislumbró montañas, pero todo le generaba una suerte de protocansancio que ahondaba el país hecho trizas. Finalmente, sin dejar de hacer viajes imaginarios que arrojaron solemnes fotos suyas en Sierra Leona, Finlandia, China y el Amazonas, Zoe optó por el ducto de la basura y un poema de Cortazar que encontró al vuelo: «No pregunto por las glorias ni las nieves,/ quiero saber dónde se van juntando/ las golondrinas muertas,/ adónde van las cajas de fósforos usadas./ Por grande que sea el mundo/ hay los recortes de uñas, las pelusas,/ los sobres fatigados, las pestañas que caen./ ¿Adonde van las nieblas, la borra del café,/ los almanaques de otro tiempo?/ Pregunto por la nada que nos mueve;/ en esos cementerios conjeturo que crece/ poco a poco el miedo,/ y que allí empolla el Roc». Y añadió un amén.

Una vez terminada la faena, Zoe llamó a su abogado y explicó: «Quiero hacer un testamento donde quede claro a mis sobrinos que debo ser cremada y llevada a Samosir, isla que está en el lago Toba que a su vez está en la isla de Sumatra, en Indonesia». Al otro lado del teléfono surgió un suspiro y la esperada pregunta de quién haría tan fastidioso viaje por unas cenizas. Ella, simplemente contestó: «Hay gente que vive de eso, viaja con la muerte a cuestas y cumple a pies juntillas últimos deseos. A nadie se le ocurriría desobedecerme. Es pecado».

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