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Channel: Pandilla Chang de jóvenes narradores
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Ícaro todavía vuela

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José Urriola




Peñaranda fue el que nos metió en este peo. Digo, en el peo de las luchas callejeras, luego también en el peo con el Chepo y su banda, y también fue el responsable de que acabáramos en México gracias a su puta teoría del tercer atraco. 


“Yo tengo una teoría –dijo el coñoemadre de Peñaranda justo después de enterarse de que nos habían encañonado al morocho y a mí por segunda vez en menos de dos meses para quitarnos las carteras y los celulares– en Caracas existe una vaina que se llama la teoría del tercer atraco. Es decir, a ti te atracan una vez y sigues pa’ lante echándole bolas, te atracan la segunda y ahí sí te cagas y comienzas a pensar en irte; a dónde sea, a hacer lo que sea.  Hay dos tipos de caraqueños: los que se quedan hasta el tercer asalto (y luego hasta el cuarto, el quinto, el sexto… o hasta que te mueras, en caso de que no te maten antes) y los que queman las barcas antes de que los atraquen por tercera vez. Ustedes, morochos, tienen que decidir a qué grupo pertenecen”.


Y mi hermano y yo decidimos que mejor éramos del segundo bando, de los que no esperan al tercer atraco a mano armada. No sea cosa que sea cierta aquella vaina de a la tercera va la vencida. Y el vencido es uno, allí lleno de plomo en una cuneta y con el mosquero en la boca.


Así que cogimos los reales que teníamos, hicimos las maletas, nos despedimos de las luchas callejeras (coño, lamentable, porque nos estaba yendo bien, sobre todo a mi hermano; porque a mí ya me habían roto el tabique dos veces y la muñeca izquierda ya no me servía ni para lanzar los jabs) y pasamos por donde Peñaranda para que nos pagara lo que nos debía de las últimas peleas y para que nos diera las señas de su amigo El Chepo en México.


“Miren, morochos, una vaina que les digo de pana y todo… mosca con El Chepo, porque ese carajo anda en una”. Y nosotros entendimos que andaba en una pero de las buenas, de las que dan mucho real; luego nos enteramos de que su ‘andada en una’ era en una de narcos, ajusticiamientos, lavado de dólares. En fin, una joyita El Chepo, una belleza el hijo de puta. 


La ignorancia es feliz –decía la abuela– así que optamos por no pararle mucha bola a Peñaranda, cogimos nuestra platica y nuestro par de maletas y nos fuimos al aeropuerto rumbo al D.F. mexicano. Y al día siguiente estábamos ya en la mansión del Chepo, una vaina obscena con piscina, un poco de putas que estaban riquísimas todas, dos jirafas, un rinoceronte negro (de los que decían que estaban ya extintos), una familia de leones con cachorros y todo, y más mesoneros que gente.


El Chepo nos recibió: “Ah, al cabo que ustedes dos son los gemelos venezolanos cabrones que me mandó mi cuate el Peñaranda, pos vamos a ver cómo le hacemos para ayudarnos”. Y nosotros dos le dimos las gracias y qué casa más bonita tiene y felicitaciones y mira la avestruz si hasta está poniendo un huevo, y no sabe el gusto que es para nosotros conocerlo y que nos reciba en su casa. “Déjense de mamadas que no tengo tiempo”, nos respondió. “A ver qué chingados quieren ustedes, para qué me sirven un par de gemelos a mí, ¿qué chingados saben hacer ustedes?”. “Bueno, nosotros sabemos pelear, sobre todo mi hermano, aunque yo también le echo bolas si me necesita. No sé, de guardaespaldas, como responsables de la seguridad, usted dirá qué le hace falta”. “¿De seguridad? Chinga tu madre, pinches venecos, ¿no ven que mis guaruras ya los tengo y que están armados con subametralladoras? A mí no me sirve para nada un par de extranjeros cabrones que sepan dar madrazos.”


Y cuando estábamos ya de salida, desmoralizados y escoltados por dos gorilas trajeados de Armani y con las pistolas en mano, El Chepo nos gritó: “Vuelvan mañana a la hora de la comida, yo los invito. Ya veremos qué se nos ocurre que nos pueda servir a todos”.

Regresamos entonces a casa del Chepo, tal como nos había indicado, al día siguiente. “Pos, estuve pensando, cabrón –me dijo dirigiéndose a mí mientras partía una langosta con las dos manos– y creo que hay un negocio en el que me pueden servir y que les dará una lanita a ustedes dos”. “Claro, Don Chepo, usted diga que estamos aquí para servirle, gracias por la oportunidad”.


El Chepo entonces nos explicó lo que tenía en mente. Una vaina muy rara relacionada con la lucha libre, con un tratamiento médico a base de células madres y con cirugías. Que decidiéramos cuál de los dos sería el conejillo de indias y cuál el entrenador/representante. “Coño… ¿y tiene que ser uno de nosotros? Es que esa vaina, perdone, señor Chepo, suena como peligrosa”. “Pos se me van ya mismo a la chingada, hijos de sus putas madres, ¿ustedes no querían chamba?, pos yo se las estoy ofreciendo”. Entonces mi hermano abrió la boca por primera vez desde que llegamos a México: “Yo me someto al tratamiento y a las operaciones, a mí no me importa, además soy el mejor luchador de los dos”. Y tema cerrado.


“Miren, carnalitos, nos es por chingarles, es que necesitamos gente como ustedes. Hemos probado con varios mexicanos y el tratamiento no sirve. Siempre hay algo que no funciona, que nos sale mal. Estoy hasta la madre de dejar paralíticos y con mutaciones raras al talento nacional. El Dr. Molina Riggen piensa que con extranjeros la madre ésta del neoluchador libre puede funcionar”, dijo El Chepo. Lo dijo, además, con un tono conciliador, poniéndonos las manos sobre los hombros como un padrino protector, y también haciéndole un gesto con la boca a uno de sus gorilas para que nos diera un rollo bien apretado de billetes de mil pesos a cada uno. “Eso es un adelantito nomás, para que se coman unos tacos y se tomen unas chelas en mi nombre mientras se lo piensan”.


Marico, teníamos tres días en México y ya éramos millonarios. Cómo le dices que no a una vaina así.


Dos días más tarde ya estábamos iniciando el tratamiento para convertir al morocho en un súper luchador libre. El Dr. Molina Riggen –un caballero que no pegaba ni con cola en ese contexto de narcos, gorilas y lucha libre para lavar dinero– nos explicó el asunto con manzanitas. Una vaina que hasta un tarado la entendería. “La lucha libre se está agotando, no hace otra cosa que repetirse, son los mismos gordos musculosos haciendo las mismas piruetas de siempre sobre el ring; lo mismo pero con otras máscaras, lo mismo pero con el público cada vez más decepcionado y aburrido. Desde hace un tiempo hemos estado trabajando en un súper luchador. Algo que sea distinto, que sea nuevo, algo que vuelva a levantar el negocio de la lucha aquí en México y que haga que los inversionistas de la lucha gringa se vengan para acá. Lo hemos intentado con varios luchadores locales de los buenos, pero las prótesis pegan mal, el tratamiento no les hace el efecto deseado, los pobres han acabado parapléjicos o en estado vegetal, postrados en camas clínicas y, cuando corren con suerte, en sillas de rueda. Pero ustedes, que son venezolanos mestizos y productos de otras mezclas de varias razas distintas a las que solemos tener por aquí, quizás sí lo soporten. Estamos hablando de mucho dinero, dinero como para que mañana vivan en una casa mejor que la del Chepo. Además de mucha fama, con todo lo que eso implica. En fin, ustedes ponen la materia prima y nosotros todo lo demás; luego nos repartimos la lana y todos contentos.”


“Vas a necesitar un nombre artístico. Todo luchador tiene el suyo y tú no puedes ser la excepción” dijo Molina Riggen el día final de tratamiento, mientras le ponía la última inyección sobre las heridas quirúrgicas aún frescas a mi hermano. Y el morocho, se ve que lo tenía bien pensado desde hacía rato, le respondió: “Ícaro. Que me llamen Ícaro. Y quiero una máscara con alas”.


En pocas semanas ya Ícaro estaba listo para hacer su debut. Era increíble lo que había hecho el tratamiento con él y lo bien que le habían quedado las prótesis en músculos, huesos y articulaciones. Ícaro, literalmente, volaba. En los entrenamientos daba saltos que triplicaban la altura del más grande de los luchadores. Era capaz, en el aire, de dar dos mortales, un tirabuzón, caer en formación V sobre su contrincante y aplastarlo contra la lona. Así mismo, el más increíble luchador de la historia de la lucha libre era mi hermano gemelo. Qué orgullo, panita, no te imaginas.


Debutó y fue la sensación desde el primer asalto. Y también durante todos los asaltos que durante tres años de puros éxitos disputó sobre el ring. La gente iba a la lucha sólo por él, para ver a Ícaro en acción. Además el morocho fue ganando confianza, se iba convirtiendo en una máquina perfectamente fusionada con eso que tenía debajo de la carne y fluyéndole por el torrente sanguíneo. Claro, también es verdad que se fue haciendo más hosco, más huraño, un tipo cada vez con peores pulgas. Y la soberbia, pana, una soberbia que jamás en su vida había tenido, una vaina que lo estaba transformando definitivamente en Ícaro en la misma medida en la que iba borrando todo vestigio de lo que alguna vez fue mi hermano gemelo. Pero, qué carajo, las cosas iban bien, El Chepo estaba feliz, el Dr. Molina Riggen había alcanzado el éxito que durante tanto tiempo había perseguido: Ícaro era su obra, su orgullo, su garantía de por vida de ser un intocable, ni siquiera El Chepo se atrevería ya a hacer algo en su contra o en contra de su familia; y nosotros ni te digo, un exceso todo. De lujos, de mujeres, de drogas, de caprichos, de fama. Vinimos a México para coronar.


Pero entonces llegó el día de “La lucha del milenio”. Un evento internacional donde la estrella de la lucha libre americana, The Zombie, se batiría frente a frente contra Ícaro. Eso en el estadio Azteca, ante más de 200 mil espectadores. Con todos los ojos del mundo puestos allí. Y con todos los magnates gringos, mexicanos, chinos, indios y europeos ahí presentes.


Ícaro era imbatible. Él lo tenía clarísimo. Lo sabíamos todos. Pero en la lucha libre hay que hacer pensar a todos que la pelea es pareja, que el héroe necesita rozar la derrota, estar a un milímetro de la rendición para entonces sacar su verdadera casta. Así que inició la pelea e Ícaro dejó que The Zombie lo pusiera contra las cuerdas, la clavara el codo en la garganta, le hiciera llaves rompehuesos y lo aplastara contra la lona con sus casi 150 kilos de puro músculo. También dejó que The Zombie lo cargara sobre sus hombros y lo lanzara fuera del ensogado para estrellarlo contra el público de la primera fila. Ahí me preocupé y le grité: “¡Ícaro, ya está bueno, hermano, no dejes que te siga golpeando, deja el show y ataca, acaba con esta mierda!”.


Y allí Ícaro me hizo caso.


Se trepó al ring como un cocodrilo que intenta coronar la orilla a pesar de que la arena lo hace resbalar. Se subió a las cuerdas de una de las esquinas. Me buscó con la mirada y a pesar de la máscara supe que sonreía. No sólo que sonreía, sino que era la misma mirada de mi hermanito de toda la vida, mi morocho, ese pana en el que siempre me vi reflejado mejor que en cualquier espejo. Tomó impulso flexionando las rodillas, un impulso como para salir disparado como una bala humana en dirección al infinito. Con todo lo que sus músculos envenenados por las prótesis y los tratamientos podían. Sería un Grand Finale, el más apoteósico final de la lucha libre en la historia del espectáculo. Ícaro, seguramente, daría varias vueltas en el aire, varios mortales con varios tirabuzones y en la cúspide de su vuelo se dejaría caer, se lanzaría en picada como un ave de rapiña para caer sobre su presa, allá, indefensa y en pánico, decenas de metros más abajo. Pero Ícaro en su trayectoria voló demasiado alto y se estrelló contra el panel de luces que alumbraban el escenario. Hubo un fogonazo, llovieron las chispas, el vidrio molido y caliente cayó como una tormenta sobre el centro del ring. Y más atrás Ícaro, convertido en una masa chamuscada y sanguinolenta, cayó de bruces con toda la panza contra la lona. The Zombie no tuvo otra opción que arrodillarse a su lado, aplastarlo con la palma de la mano contra el suelo, el referee dio los tres golpes y fin del combate.


No me hizo falta saber el informe de los médicos ni que el Dr. Molina Riggen me dorara la píldora con frases de estímulo que mal disfrazaban el sentido pésame. Ya sabía bien, desde el mismo instante en que lo vi desplomarse sobre la lona, que ese había sido el último vuelo de Ícaro.


------------------------------------------------------- O ----------------------------------------------------------------


El Chepo se me acerca y me dice: “No te creas que éste es el fin. Aquí nadie se va a rajar porque Ícaro está muertito. Hay demasiada lana en juego y tú tienes el mismo material genético que tu hermano ¿Ya sabes, pinche cabrón, qué nombre vas a llevar?”. “Fénix”, le respondo. Yo también lo tenía decidido hace rato.

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