Una vida de tres actos se diezma cuando conoces su final. A medida que pasan los hechos, milimétricos, en una escaleta programada por la gran inteligencia, la intuición señala que el pozo se está acercando, que el tiempo se escurre como agua en una cañería, y que lo que alguna vez brilló ante tus ojos, ahora está corroído por el óxido.
Tiempo: en sus fonemas orbitan millones de galaxias. Almacenarlo fue la gran tarea de nuestra generación, una gesta que implicaba el sacrificio de las más grandes mentes; y cuando digo que debían de dar algo a cambio, entregaban aquello por lo que partieron en primera instancia: su tiempo.
La solución llegó como llegan todas las piezas que se engranan al avance mastodóntico de una sociedad: por accidente. La lógica condujo a aceptar el inevitable encuentro con ese abismo sin forma que es la mortalidad. La medicina era un cuchillo sin filo incapaz de hacerle daño; quizá, algún día, podamos amenazarla con lo que nos ha hecho desde que el mundo es mundo; pero, de momento, solo queda bajar la cabeza ante la estocada.
Nuestra relación con la muerte y el tiempo es cuestión de paciencia. Una larga fila en un ministerio puede desbaratar a un monje zen, y ni hablar de entablar una bonita relación con la cajera que marca los precios de los alimentos que requiero. ¡Ah, si tuviéramos más tiempo, si supiese que no se me disuelve en esta banalidad podría, incluso, sonreírle a esta pobre alma, que también está atrapada en la cíclica rutina, a la vez que sus mejores años se escabullen como mi sueldo al terminar el mes!
Al final descubrimos que la mejor posición para estar en la sala de espera era estirando nuestro tiempo. Aclaro que esto no tiene que ver con esa cháchara del aquí y el ahora, o que la percepción espacio temporal es un constructo relativo que está atado a nuestro ego y al miedo de perecer; eso está muy bien para los posmodernos, y de ello se ha escrito hasta en glifos que nunca encontraron significante. Aquí hablamos de pragmatismo, patentado en la vitrina de una tienda.
Como dije, el dilema del tiempo fue resuelto por accidente. Cuando las grandes inteligencias se pusieron a ello, decidieron idear un sistema para no dormir, de modo que esas horas odiosas de descanso fueran puestas al servicio de la búsqueda que les competía. Agregado a eso, se combinaron algunas drogas para evitar que el cuerpo colapsara. Mientras los mortales se entregaban a placeres oníricos, estas mentes trabajaban por descubrir cómo salvar a la especie. Esta genialidad casi mundana funcionó contra todo pronóstico; la productividad escaló como un mono huyendo de un tigre en la jungla.
Si los hombres no sucumben al sueño, se avocarían a esos asuntos pendientes que picotean la consciencia. La excusa de no tener tiempo quedaría relegada a una herejía, con la única preocupación puesta en el azar de la muerte. No seas avaro con tu tiempo y aprovéchalo. Come tus vegetales y bebe agua en esta nueva oportunidad.
De eso hace mucho. Algunos dirán que seguimos jodiendo al planeta; otros, con gráficos y estadísticas, que encontramos la fórmula para masificar la prosperidad y los lazos espirituales con nuestros seres queridos.
Da igual a quién le creas.
Los días y las noches ahora están faltos de su dualidad amarga. El gusto por una u otra recayó en lo que siempre sospechábamos: la estética. Nunca hubo polos opuestos, sino preferencias concebidas por romanticismos. Lo mismo que hacías en el día lo haces en la noche. Una velada a la luz de las velas o con brisa matinal es un detalle que solo adquiere importancia por el hecho en sí, no por su fondo.
Mis ausencias personales se mantenían a flote ya sea en un cielo lleno de estrellas o con el azul intenso del verano. Este helado de vainilla terminaría derritiéndose debido a mi indiferencia a las cinco de la tarde o a las seis de la mañana. El paseo por el parque lo prolongaba antes de volver a mi departamento en el centro de la ciudad. El reloj marcaba algo a lo que ya nadie le prestaba atención. En donde mis ancestros ponían la cama estaba una mesa de billar a pesar de que no conocía las reglas ni se me pasaba por la mente el aprender —tenía tiempo para eso—. La bandeja de entrada de mi correo estaba repleta de mensajes sin contestar que a la larga dibujarían más ceros a mi cuenta bancaria. Los miré por largo rato, imaginando que del otro lado de la pantalla estaba un tipo igual a mí, con unas expectativas altísimas por los resultados de mi trabajo. Ya sea que se fuese a llevar una decepción o que nunca le llegue tal respuesta, tendría tiempo para buscar a otros como yo, con el agregado de la vocación y las ganas de comerse al mundo.
Y seguí imaginándolos, como itinerarios repletos que no conocen los límites del horizonte, locomotoras a todo vapor, con la llama que ha perdido el hambre de la madera. Vaya usted a saber cuánto tardé en volver en mí sin haberme ido realmente. Mis ojos siempre estuvieron fijos en la pantalla, estáticos, sin distancia; y sin embargo, las miras de mi percepción eran veletas a merced del llamado de Mnemosine, una musa olvidada de eras innombrables. ¿Este es el famoso secuestro hacia el mundo de la fantasía, donde sátiros y ninfas se entregan uno al otro en catres tejidos con el aliento de las hadas? Habían nacido, pensé, como algún otro antes de mí, los cuentos del reino peligroso.
Sacado de allí por las cadenas de esta realidad insomne, caí en un vórtice en el que las horas se apilaban a mi espalda. De nuevo el reloj marcó algo el arribo de las aves nocturnas. Salí por un respiro, mas las luces de neón solo lograron asfixiarme. Las ciudades ya no tenían razones para callar, siendo un tumulto de telarañas de acero a la semejanza del dios de la modernidad, aquel dios que nunca duerme, el destructor del sueño. Sobrevino un verso de la nada, entendiendo mi nada como la acumulación compulsiva de tiempo: “Yo vivía en un país intransitable, desolado por la venganza divina. El suelo, obra de cataclismos olvidados, se dividía en precipicios y montañas, eslabones diseminados al azar. Habían perecido los antiguos moradores, nación desalmada y cruda”.
Con suerte, plasmaría mis desvaríos literarios si me dejaba llevar más y más por este llamado a la aventura. Estimularlos en algún sentido era mi tarea, conectarme con esas partes de mi genética olvidada. ¡Emocióname, vida, que ya yo he perdido mi sendero; llévame a donde otros intentan hundirse, y hazme triunfar caminando sobre las aguas que nunca comprendieron!
“Un sol amarillo iluminaba aquel país de bosques cenicientos, de sombras hipnóticas, de ecos ilusorios”, recité de golpe cuando llegué a la Galería de los Hermanos Chang, un caserón donde se exhibían ornamentos que a nadie interesaba. Algunas de aquellas cosas se mostraban como arte antiguo, y alguna otra se vendía para el gusto extravagante de coleccionistas. Yo no era ni uno, ni lo otro, pero entré al no tener donde ir. Firmé con mis iniciales el registro de visitantes: J. A. R. S. Encarnación serial XXXX.
Nadie previno que la llave al mundo desconocido era la obtención de aquello que se me había arrebatado antes de nacer. Como un autómata recorrí las estancias de los Chang, pasillo a pasillo, enumerando los cuadros rasgados, los collages tuberculosos y otros cachivaches que solo entenderían los críticos del adorno. Llegué a un pequeño pedestal con un discman y sus respectivos audífonos. La ficha decía: “Yo ocupaba un edificio milenario, festonado por la maleza espontánea, ejemplar de una arquitectura de cíclopes, ignaros del hierro”.
Me puse los audífonos, dándome igual si los Chang me observaban. El discman parecía haberme esperado, pues comenzó a reproducir una canción sin que yo tocara nada. No distinguí los acordes ni les di nombre dentro del repertorio de mi memoria. Me dejé llevar por las cadencias, por las escaleras de un nuevo viaje hacia los brazos de Mnemosine. Mis extremidades hormiguearon, sin saber yo cómo se sentía eso. Con lentitud, como si las revoluciones de una bomba de agua disminuyesen, me dirigí a una silla barroca [otro artilugio del pasado] y me dejé caer. Algo se escapaba de mi cuerpo, “la fuga de los alces huraños alarmaba las selvas sin aves”, a medida que sabía que ganaba algo más, como si un ciego recuperase su vista de a poco, con repeluznos de luz que incendiaban las córneas nunca ejercitadas. Mis párpados se cerraron y temí la oscuridad antes del bastonazo que abrió, de una buena vez, la puerta hacia “la memoria del mar nativo y sus alciones”.
Dormir.
Soñar.
De eso se trata.
Transité por la carretera antes cerrada y di tumbos por la gran biblioteca de la consciencia, en idiomas desconocidos para alguien que era mi yo soñador. Comí frutos de un árbol prohibido y sacié mi sed de un cáliz. Las sombras en la aldea pronto adquirieron dueño, ciñéndose a sus avatares. Allí desconocían mi mundo, y era su ignorancia el combustible para que nutrieran mis raíces con imágenes, con resignificaciones arquetipales, con mitos que permitieran iluminar mis miedos a la caverna. En mi mundo nos olvidamos de la caverna, de ese diálogo con las máscaras de dios. Genéticamente no podíamos acceder a estos archivos; nos habían arrebatado el derecho a entrar a este reino con la excusa de validar nuestro tiempo limitado en la tierra.
Despertar sería entregarme y yacer “en el regazo de una fuente cegada”. No más, pues mi aventura es la imaginación, la eternidad del demiurgo. Disfruté lo que otros no pudieron, por lo que otros quizás estuviesen quitándose el tiempo, y con ello, la vida. Rechacé la pantomima realista de mis precursores y abogué con pluma afilada por el levantamiento del país de las maravillas.
“Pude salvar entonces la frontera del país maléfico, y escapé navegando un mar extremo en un bajel desierto, orientado por una luz incólume”.
Dormir.
Soñar.
De eso se trata.