Por L. G. Franquiz
Unos meses antes, con la cabeza de Armando apoyada sobre su hombro, volvió a pensar en la cantidad de deseos arrojados al mismo mar y a las mismas olas encrespadas que golpeaban allá abajo, entre las rocas siempre húmedas y oscuras. Aún conservaba su fe intacta y por eso insistía, mes tras mes. Tenía la convicción de que las deidades marinas a las que se aferraba en algún momento verían la calidad de sus súplicas y se apiadarían de sus anhelos. Él perseveraba; era lo único que sabía hacer. Y orar. La naturaleza era tan vasta y misteriosa que nunca se detuvo a pensar en la coherencia de sus afirmaciones. Evocó algunas imágenes de la película que tanto lo inspirara. Una cinta filipina, según había entendido, ¿o era tailandesa? Eso lo mencionó después. The Man in the Lighthouse. Sonrió al recodar la historia del hada junto al faro. El amor real. Suspiró. Así que lo intentaba de nuevo mientras se lo contaba al otro tipo que apoyaba la cabeza encima de su hombro. Le preguntó si lo entendía, pero no hubo respuesta, apenas el rumor del oleaje al pie del faro; ninguno parecía ver más allá de lo que él les enseñaba; sólo parecían interesados en una sola cosa, y hacerla lo más rápido posible, entre jadeos y convulsiones. Entonces lloró. Lo hizo como si en eso se le fuera la vida. Se rompió en mil pedazos sin que le importara la incapacidad de reconstruirse, como tantas otras veces. Gimió y pidió con los párpados apretados, la boca temblorosa y la nariz goteando. Su cuerpo desmoronándose. Nunca antes o después volvió a llorar de esa manera. Se reconoció infeliz. Sabía lo que quería, pero no cómo obtenerlo; aunque lo seguía intentando.
El imaginario crujido en su interior lo distrajo. Un órgano marchito que entregaba ya sus últimas gotas, la savia final para conjurar todas las pérdidas y todos los anhelos. La intensidad del llanto se anudó con un último deseo, con la certeza de que entregaba lo poco que quedaba de cordura y esperanza. Pronunció las palabras en voz baja, apenas audibles; pero el hombre que recostaba la cabeza en su hombro no lo escuchó, nada dijo. Lo haría entonces una vez más, con todas sus fuerzas, entregándolo todo en un solo salto y una solitaria oración. Pedía desde el amor y era amor lo que pedía. Uno solo. Auténtico, real, recíproco, saludable, tierno. Y justo antes de hacerlo, un movimiento antes del definitivo, alcanzó a escuchar el murmullo, como un ruido de alas, muchas alas, que salían del hueco de las escaleras. Con la mirada turbia por las lágrimas reconoció a medias las luces rojas y azules allá abajo, y un puñado de ángeles apareció para murmurarle en palabras ininteligibles que ya sus súplicas habían sido escuchadas en las profundidades marinas, que todos sus sacrificios previos debilitaron las negativas de las deidades a las que tanto les pidiera una sola oportunidad. Comprendió entonces que lo vivido y hecho antes lo había conducido hasta ese momento de pura y expansiva felicidad. Cada pieza se ajustaba en su lugar en el gran rompecabezas. Entendía, claro que lo entendía y, si hubiese podido, si lo hubiesen dejado, lo habría gritado desde allí arriba, rodeado por todos aquellos ángeles que cantaban y lo llevaban por los brazos escaleras abajo.
La escena se repetía una y otra vez, con pequeñas variaciones, diminutas alteraciones que lo ayudaban a evocar el instante que creía más feliz de su triste existencia, porque nunca imaginó que lo mejor estaba aún por llegar, porque los ángeles lo transportaron, todavía con sus luces rojas y azules, a un Purgatorio sombrío donde las deidades a las que muchas veces orara y entregara sus sacrificios, parecían sopesar y evaluar cada una de sus acciones pretéritas, como si equilibraran en una balanza sus ofrendas y sus omisiones; y la verdad supo abrirse camino, la verdad de su órgano marchito que comenzaba a revivir con lentitud, porque otros seres alados lo transportaron hacia las profundidades de su deseo, hacia un sitio similar al Cielo que proclamaban los musulmanes para sus fieles, un Paraíso con once mil vírgenes para cada uno; sólo que en su caso, tal vez premiándolo por cada uno de sus intentos, por cada ascensión hasta la parte superior del faro, llevando a sus exangües amantes con él, mudos e inertes, poco creyentes, insuficientes, sí, al fin, en un relámpago cegador, ahora era recompensado no sólo con un amor ideal, sino con muchos, con una multiplicidad que lo colmaba y lo hacía sentir pleno y gozoso, seguro de que la felicidad sí existía.
Porque en este Paraíso no era amado por un hombre, era amado y requerido por muchos, en una lenta y placentera agonía, en un éxtasis prolongado y doloroso, absorbido en una bruma sombría llena de manos y dedos que lo sujetaban y lo perforaban, lo atraían y lo empujaban, sin nombres, un vértigo gozoso, porque a veces sentía que tanto amor lo desgarraba por dentro y por fuera, pero siempre envuelto en una brillante luz, un destello perpetuo, como si se hubiese quedado viviendo en la rota esfera de ese viejo faro sin nombre, ese altar de pintura descascarada desde donde lanzara sus inertes sacrificios a las rocas llenas de espuma esperando ser colmado una y otra vez y para siempre.