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Manicomio blanco, futurista

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Por Julieta Omaña



Así es, perdí parte de mi juventud encerrado en lo blanco, en la nada, en lo irrepresentable, y mi eterno terror es tener que regresar allí algún día. Todas las noches al acostarme y tratar de conciliar el sueño, lo único que logro sentir es un agudo pánico. Se me acelera el pulso y me entra un repentino calor en el pecho y las extremidades, pura angustia de pensar sobre la posibilidad de regresar. Me tomo un Rivotril, un Lexotanil, me recuesto en la cama para tratar de relajarme y cerrar por un rato los ojos, pero de inmediato viene a mi mente una ráfaga de imágenes de aquel lugar. El vacío del blanco se apodera de mí, una luz brillante que enceguece. Antes de esta experiencia pensaba que el negro era el símbolo del mal, del horror, lo ominoso y lo prohibido. A veces creemos que el rojo es el color irrefutable de la violencia, la sangre, la revolución. Pero nunca antes había visto el blanco como lo que realmente es, la metáfora máxima de la locura, del dolor, la experiencia límite, el vacío, la tortura y la muerte.

Me secuestraron, fui golpeado. Esposado y vendado cruzamos la frontera y me llevaron en carro hasta la capital. Luego de larguísimas horas, múltiples alcabalas, el hambre, la sed, la clandestinidad y el miedo, llegamos al lugar. Comenzamos a bajar hacia aquel infierno, intuyo que fueron varios pisos, entre cinco o siete, hasta que finalmente logré escuchar un fuerte sonido, una especie de rugido como de motor. Parecía ser una gran puerta presurizada que se estaba abriendo. En ese momento de transición entre el pánico a lo desconocido y un infierno blindado, escuché por primera vez, a lo lejos, el ruido del metro. Ahora, cada vez que paso cerca de una estación y escucho llegar un tren, regresa esa escena a mi cabeza, una y otra vez.  Durante varios años, ese fue el último sonido que escucharía, digno de una especie de cotidianeidad del día a día que normalmente nos pertenece. Me pasaron a otra habitación, muy fría, helada, como de congelador comercial. Al cabo de algunas horas me retiraron las vendas. Al comienzo, entre lo encandilado que estaba y el dolor en los ojos, no lograba ver nada. Me quitaron toda la ropa, me fotografiaron desnudo. Luego cruzamos varias puertas blindadas, parecidas a las que hay en los bancos, una tras otra, hasta llegar a una nueva habitación, esta vez cubierta de espejos y cámaras de grabación. Allí la luz se sentía tan fuerte que lo hacía todo más blanco de lo que realmente era, o al menos así lo recuerdo. Un frío glacial hace que te encojas por completo, desde la cara hasta las bolas, te vuelves de hielo… perdón, los testículos. Me quedé tieso, como una lámina, inmovilizado. Todo limpio, impoluto. Era un cuarto donde no había nada que percibir: olores, sonidos, superficies, absoluto vacío, hueco, blanco. Durante las horas en que estuve vendado mis sentidos se agudizaron, pero aquí era como si me anularan por completo, como si mi ya fracturada alma no lograse asidero en lo corporal, todas las sensaciones físicas fueron desapareciendo.

Allí comenzó lo que sería mi día a día por los próximos tres años. Una rutina de la nada, de la inexistencia, de lo atemporal y la muerte. Para ellos, lo más importante es aislarte del mundo, que pierdas toda noción de tiempo y espacio. San Agustín decía que el tiempo es probablemente una extensión del presente: el pasado es un presente que ya desapareció y depende sólo de nuestros recuerdos. El futuro está compuesto por las esperanzas que posee mi alma hoy, pero el presente se desvanece a cada paso y no se extiende a ningún espacio. En aquel lugar nada se desvanecía porque nada existe realmente, ni tu mismo eres real. Se borra la capacidad de percibir el tiempo. Se nos olvidan los recuerdos, y el único deseo que se tiene es el de tratar de descifrar si realmente estás vivo o muerto. Nunca imaginé que algún día iba a rogar ser maltratado. El deseo de ser golpeado es de las sensaciones más frustrantes. Al anular al prisionero, le quitan toda humanidad, incluso la de sentirse vivo. Al ser apaleado sabes que sigues allí, que no has muerto, es como una fe de vida personal, la única manera de constatar si existes o no.  Esa necesidad de sentir dolor para cotejar la existencia casi siempre viene acompañada de unas fuertes ganas de quitarte la vida. Por un lado, quieres acabar de una buena vez con el sufrimiento, pero al mismo tiempo es como una especie de protesta.

Traté de todas las maneras posibles de acabar con esa tortura en la que se había convertido mi vida. Muchas veces golpeaba mi cabeza contra la pared hasta el cansancio, pero en ese infierno cada vez que los guardias escuchan un ruido repetitivo o ven un movimiento raro ante las cámaras, corren a salvarte. A la mayoría de los presos políticos los necesitan vivos, eres una especie de moneda de cambio, de valor agregado ante cualquier negociación. Aunque sabemos que más de uno se les ha muerto y a veces se les pasa la mano adrede, necesitan demostrar poder. Por eso es difícil definir quién sale vivo y quién no. Cuando alguno se les queda en el camino, y ha ocurrido más de una vez, sólo aparece una alarmante nota en algún periódico que pocos leen o en algún tweet de algún opositor extremo, los que se enteran se escandalizan por unos días, pero a la semana nadie parece acordarse. Fue el caso de Fernando, ellos dicen que se lanzó del piso diez, que se quitó la vida. Pero un informe que se coló asegura que ya estaba muerto cuando cayó. Nunca sabremos la verdad de casos como el de Fernando. ¿Qué creo yo que sucedió realmente? No lo sé con seguridad, todo es posible. Como te digo, las ganas de quitarte la vida te persiguen todos los días, pero también es factible que lo hayan lanzado. Se habrá puesto difícil, quién sabe qué información manejaba él que les incomodaba. A veces el silencio es un imperativo para sobrevivir. De lo que sí estoy seguro es que mi puesta en libertad tuvo que ver con su muerte, porque a los cinco días de su “suicidio”, me soltaron. Creo que sintieron mucha presión, y si alguna táctica han aprendido ellos de los cubanos, es que una noticia impactante borra la anterior. Una cortina de humo tras otra y así van haciendo desastres.  A los pocos días me liberaron. Ellos quedan como unos santos y todos se olvidan de la muerte de Fernando, de los miles de jóvenes inocentes que siguen encerrados, siendo violados, torturados y anulados a diario. Unos pobres estudiantes que lo único que han hecho es salir a manifestar su dolor porque les han robado la vida y su futuro.

Mis intentos de suicidio fueron una forma de resistencia, de desafío al sistema y al propio dolor de mi cuerpo y mi alma. La idea de que los castigos sean silentes y ciegos también es otra forma de locura. Es un nuevo tipo de tortura, el Tesla de las cárceles, pura tecnología de último nivel. Los amarres no son como te los imaginas, con unos mecates gruesos, que va, eso se usa en las cárceles comunes, donde hay ratas, donde todo es sucio y hediondo. Aquí es distinto, te amarran de manera camuflada, te resguardan las muñecas con cinta adhesiva para que el suplicio sea invisible, para que nadie nunca pueda probar que estuviste entre la vida y la muerte. Las descargas eléctricas no dejan rastro, los golpes son ciegos. Comienzas a cuestionarte sobre tu propia cordura. Al ser alumbrado en la cara durante treinta, cuarenta, cincuenta horas seguidas, sin comer, con la lengua pastosa y espesa, acompañado únicamente por un brillo que enceguece y una especie de sonido constante que lo unifica todo, desaparece la noción del tiempo, lo espacial caduca. Un sonido que está allí pero que al mismo tiempo es imperceptible, un ruido que no logra partir la realidad, que no marca momentos. Pueden pasar dos horas como pueden ser semanas, pierdes todo punto de referencia existencial. Lo que buscan sencillamente es volverte loco.

Ahora, a lo lejos de aquel infierno incoloro, lo único que deseo en mi vida es poder eliminar de mi mente las imágenes recurrentes de aquellos años que se activan cuando menos me lo espero. No quiero que más nadie tenga jamás que pasar por algo así. Se me hace insoportable vivir al saber que en este momento otros jóvenes están allí metidos, en la nada, en el vacío blanco, en aquel manicomio futurista.





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