Por Inger Pedreáñez
Los papeles han invadido la casa
como un enjambre de abejas.
Ellos son los que ahora duermen
en las camas vacías, los papeles
construyen una historia
que aún no quiero leer.
Tienen vida propia, reclaman
mi desorden y juegan al escondite
conmigo. He perdido todo un día
buscando los documentos
necesarios para la declaración sucesoral.
Están las órdenes médicas,
los viejos poemas encuadernados,
la lista de asistencia de mis estudiantes,
las copias que mi madre
pide que le lleve, entre las hojas
también se esparcen
algunas fotografías.
Ya no hay quien se siente
en el sofá de la sala, es posible que allí,
con los arrumados,
pueda estar la planilla que me hace falta
desde
hace mucho
tiempo
dejé de decir “voy a mi cama”,
ahora le llamo escritorio, los papeles
que arrugo con mi cuerpo,
terminan por escarbar mis sueños.
Se los dejaré apenas
me despierte.
Por la noche, en el otro cuarto
a falta de bombillos, los pliegos
se van sumando a las sombras
y su volumen disfraza fantasmas
en una ciudad de pilones y retazos.
Cuando el calor acecha
sisean insistentes a mi oído
pero el insomnio no termina
de ordenar que apague el ventilador,
y paso a imaginar que es arrullo
el sonido áspero.
Los papeles no pueden
con la oquedad de mis días, y yo
no puedo cargar con tantas palabras
porque las que no están escritas
esas que rondan y se acumulan
en mi soledad, son demasiado pesadas.