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Channel: Galpón Chang de jóvenes poetas
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El ofendido

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Por Otrova Gomas


Reconozco que hice mal, pero no pude contener las ganas. Era algo que me había propuesto desde hacía mucho tiempo, hasta que me despojé de ciertos resquemores, de esos que martirizan la conciencia, y decidí llevar a cabo el sanguinario plan.

Debo aclarar antes que soy una persona de impecable cuidado por su presencia, agradables modales y una dicción bastante cercana a la perfección; igualmente poseo una enorme experiencia sobre los más variados aspectos de la vida, la cual es el producto de innumerables viajes por este mundo, cuidadosas lecturas y dos carreras universitarias que me han permitido el ejercicio con éxito distintas profesiones por más de treinta años. Ello me ha permitido conocer muy bien el carácter de las personas y resolver problemas de la más variada índole. Como un agravante imperdonable de mi acción, soy sumamente cuidadoso y detallista, amante de las artes y la filosofía y curioso de las ciencias, muchas de las cuales conozco más que el promedio de la gente, al igual que hablo varias lenguas, de las cuales en algunas puedo mantener amenas conversaciones sazonadas de ingenio y buen humor.

Con este handicap, propio de un alto ejecutivo destinado a desempeñar tareas de importancia y responsabilidad, esa mañana tomé la decisión de jugarle una broma a un ricachón y a su familia. Después de buscar entre los avisos clasificados del periódico y haber encontrado lo que quería, me vestí con una modesta y raída ropa que guardaba especialmente para la ocasión y, con el diario bajo el brazo me trasladé al lugar seleccionado.

Era una enorme mansión disfrazada de chalet suizo en el Country Club. Me abrió la puerta la elegante señora de la casa a la que le comuniqué la razón de mi presencia: estaba interesado en el trabajo que ofrecían como chofer y mayordomo, para lo cual llevaba amplias recomendaciones de lo mejor que se podía presentar en estos círculos.

La señora me observó cuidadosamente y en el acto me hizo pasar. Después de haber revisado los documentos, pero más impresionada por mis modales y la amabilidad con que la que hablaba, me contó su tragedia por la falta de gente competente para los trabajos de servicio. Yo le garanticé que conmigo no tendría ese problema y de inmediato, muy contenta me contrató para desempeñar el cargo. El sueldo era halagador para cualquier trabajador calificado, y mis obligaciones: atender los asuntos de la casa, hacerle las diligencias necesarias y manejar los carros.

En la continuación de mi vergonzosa conducta, acepté la oferta de trabajo y empecé con el programa trazado. Una vez instalado y familiarizado con los detalles de la casa, de inmediato propuse varios cambios, que en base a mi experiencia y a la ventaja de ver las cosas desde afuera, resultaron más provechosos para el mantenimiento general y el confort de los patronos. Inicialmente el señor los aceptó a regañadientes, pero pronto los encontró perfectos. A medida que me fue conociendo mientras lo llevaba a la oficina o de un lugar a otro, obtuvo de mi parte informaciones y consejos de los cuales, unos les salvaron mucho dinero y otros le proporcionaron pingües ganancias; ya que entre otras cosas le di datos de caballos, subidas de precios de acciones y remates de terrenos por los que le había pagado secretamente a gente muy bien relacionada.

Al poco tiempo el hombre no cabía de gozo cuando después de una amena conversación conmigo sobre las últimas tendencias de la plástica, al dejarlo en el club le abría la puerta como a uno de esos magnates de película, y deseándole que se divirtiera, le pasaba el cepillo por el saco para quitarle unas moticas; no sin antes recordarle de tres compromisos que tenía asentados en su agenda. El jefe, impresionado, de vez en cuando se asomaba por la ventana del salón del club y me veía ligeramente recostado del carro con mi uniforme y mi gorro muy bien puestos, los cuales yo mismo había pedido para mejorar mi apariencia en el trabajo. Al salir del sitio con alguno de sus amigos extranjeros yo les saludé en su propia lengua, contestando luego a sus preguntas con una profundidad, para lo cual debo admitir que no estaban preparados.

En la casa era lo mismo. Apenas llegaba de la calle me ponía el uniforme de mayordomo  que había hecho confeccionar a la medida, y cuidaba de todo con una diligencia complaciente y efectiva, igual reparaba artefactos rotos o mejoraba pequeños detalles del jardín. En el atardecer me ponía espontáneamente un smoking de servicio, y cada noche personalmente les servía la mesa de una forma en que pocas veces habían disfrutado en esa casa; como soy aficionado a la cocina, seleccionaba con esmero el vino y las comidas y cuidaba de que siempre hubiera flores. Una vez terminada la cena subía al cuarto de mis amos y les ponía en la cama los pijamas limpios, las pantuflas y algún libro que había escogido meticulosamente para cada uno de sus gustos. A él le daba un ligero masaje para revitalizarlo del trajín del día, y  la señora viendo como le quedaba el marido también empezaba a desearlo para ella; lo mismo que las dos hijas, a las cuales siempre –guardando las distancias y con respeto a toda prueba- les ayudaba en sus estudios aclarándoles problemas que para mí eran juegos infantiles.

Acostumbraba a levantarme a las cinco de la mañana y acostarme a las doce de la noche. Trabajaba sin parar los sábados y domingos, y mi única diversión era ver un poco de televisión cuando ellos no necesitaban nada. El patrono encantado de mi competencia, a los veinte días espontáneamente decidió aumentarme el sueldo; yo, en prueba de agradecimiento aumenté el ritmo del trabajo. Qué feliz se puso.

Pero a los dos meses de aquella increíble gesta de servicio, una noche, mientras le daba el masaje, le manifesté que tenía que dejar el cargo porque alguien en la casa me había ofendido injustamente y yo no quería causar problemas.

El hombre pegó un brinco. Me agarró el brazo y me pidió que no dijera eso, que fuera lo que fuera él lo resolvía. Me negué. Le dije que él no tenía la culpa y yo no me iba a aprovechar de su confianza. Insistió y me ofreció un nuevo aumento sustancioso. Le dije que no era cosa de dinero sino de dignidad. Entonces ofreció duplicarme mis ingresos. Al verlo así me dio lástima y le dije que lo pensaría. Así terminó aquella noche en la que no durmieron.

A la mañana siguiente cogí mis maletas, y aprovechando que les llevaba el desayuno a la cama –otra de las innovaciones mías- me despedí de ellos. Aquello fue una verdadera conmoción. Él me agarró del saco. Ella se puso a llorar echándole la culpa al marido por hacerme algo. Él se la echó a ella. Los dos llamaron a las hijas y a la cocinera; todos decían que no habían hecho nada, pero yo ahí parado con mis dos maletas insistí; les dije que estaba muy dolido por la ofensa y que no podía decir quién era porque no estaba acostumbrado a chismes e intrigas de ese tipo. Y diciéndoles adiós me fui con la misma elegancia y el viejo traje roto con que había llegado.

Pobre gente, desde la puerta me rogaban que no me fuera que los perdonara; el sueldo me lo llevaron a límites extremos. Después supe que se pelearon varias semanas entre todos acusándose mutuamente de ofenderme, y hasta ahora han botado como a veinte candidatos para sustituirme. La señora está desesperada y a todo el mundo le dice que no sirve, él por su parte cayó en una profunda depresión y no quiere hablar con nadie.

He sentido compasión de ellos; por eso el otro día, mientras comía en un restaurant de Roma que siempre visito en los meses de otoño, los llamé desde el lugar diciéndoles que estaba trabajando de mesonero y alguien me había ofendido, y si todavía estaban interesados en mis servicios estaba dispuesto a regresar.

Ya han pasado tres meses, pero creo que con la esperanza que les di al menos ya están bastante reconfortados.

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