De mi segundo viaje a Ciudad de México
traje dos alebrijes.
Les di lugar privilegiado en mi habitación.
Una sirena y un pez globo.
Años permanecieron frente a mi cama.
No brillaban,
no crujían antes del año nuevo.
Nunca se burlaron de mis pesadillas.
Preciosas criaturas,
trofeo del viaje más solitario.
Un día comenzaron a poner mueca de disgusto
ante mis lecturas, mi voz,
el amante venido de la isla de Borneo.
Les escuché cosas terribles sobre el porvenir,
sobre la mar de su origen,
el negro de su hartazgo extranjero.
Veían, cada vez, con peor saña.
Por eso los despatrié.
La sirena fue a dar a los altos de la biblioteca del salón.
El pez globo lo escondí tanto —tanto, tanto—,
que no lo encuentro.
He revuelto armarios, cajas de libros,
bolsas con cobijas.
Quiero fotografiarlos juntos,
como fueron al principio.
Mi hijo dice que soñé que eran dos.
La sirena se niega a dar testimonio.
Eran dos.
Puedo asegurarlo.
Ella, más gato que sirena.
Él, más alacrán que puercoespín.
Ella, quizá un poco medusa.
Él, algo de cuervo, dragón y leopardo.
Dos en lo tenue,
lo inmóvil, lo irreversible.
Eran dos.