By Gisela Kozak Rovero
Mi gran amor ama los alebrijes tanto como yo llegué a amarlos, al instante, al momento mismo de notarlos en el reflejo de su mirada cuando los vimos iluminados en una noche chilanga de frente frío. Lynette llegó a Ciudad de México seis meses antes que yo y me hablaba de los alebrijes en nuestras infaltables citas por Skype todos los días. Difícil dejar de creer que esas quimeras de sangre de arcoiris se remontan a la lejana Tenochtitlan pero no es así; un artesano fabricante de piñatas los entrevió en un delirio. Tal vez en ese delirio Tenochtitlan habló en él como habló el pintor José Guadalupe Posada con sus esqueletos bailarines. Amor, le dije a mi gran amor la noche de los alebrijes iluminados, que nos pele el diente la muerte que seguimos en el vacilón, como se dice en estas tierras. Ella rio porque al igual que yo de la muerte el pan y la fiesta, los cementerios olorosos a comida el primero de noviembre, los panteones iluminados en los que los mexicanos hablan con sus difuntos y les juran eterno recuerdo, las catrinas con sus sombreros floreados y sus maquillajes primorosos que con gracia indican que la muerte es bella. El color, la luz, la fiesta, el amor y la belleza son el lenguaje que nos hace entendible —o tal vez apenas imaginable— que estamos religados con el mundo.
En la muy moderna y muy antigua Ciudad de México nos casamos el 22 de julio de 2017. Emigrar para hacer votos matrimoniales en plena mediana edad al llegar al país de acogida indica mucho más que un trámite administrativo; indica decisión frente al futuro y la certeza de la fundación de una nueva vida en una edad en que se supone disfrutamos de lo cimentado durante al menos veinte años. La tradición de los votos matrimoniales como promesa pública proviene del matrimonio religioso pero en mi caso se trata del matrimonio igualitario, una afirmación de la laicidad y lo civil en un país donde tradición y modernidad pugnan a veces con inaudita violencia pero también con potente hermosura. Con el poeta Octavio Paz, he de afirmar que el amor hacer nacer alas en la espalda del esclavo; esas alas nos convierten en alebrijes, raras quimeras que son de todos lados y de ninguna parte, habitadas por países, por culturas, sabores, libros, imágenes, ideas y músicas que nos resultan todas familiares. México siempre ha estado en nosotras, a través de Armando Manzanero y Natalia Lafourcade, de Carlos Fuentes y Elena Poniatowska, de Cantinflas y Astrid Hadad, de Frida Kahlo y José Luis Cuevas, de Carlos Monsiváis y Jorge Volpi, del Indio Fernández y Guillermo del Toro, de María Félix y Gael García Bernal, de Carlos Chávez y Arturo Márquez, de Pedro Infante y Alejandro Fernández.
***
Cuando fuimos juntas a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la Universidad Central de Venezuela brotó cual alas en mi espalda. El día que dejara atrás la UCV dejaría el país, dije hace muchos años.
Así fue.