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La Vacación

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Juan Luis Landaeta




Quiso la divina providencia que no estuviéramos en misa ese domingo. Levantados, peinados, fastidiados, hicimos el intento de correr hacia el templo con el ímpetu claro de salir apenas llegáramos. Estaba cerca la fecha de nuestra primera comunión y cada lunes en clase se comentaba obligatoriamente (a manera de buenos días) el último salmo dado en misa. La moraleja no era otra que impedir dentro de lo posible las panaderías cercanas a los templos religiosos. No debían estar ahí, no si era domingo, no si nos mandaban en ayunas al templo, preparando así la gran ayuna del aquel sacramento.

“La Divina Providencia” no es la voluntad sacra de ningún credo. Es el nombre que tenía aquella panadería donde se desayunaba finalmente al salir de la letanía cada domingo.  En un ataque de euforia, volábamos dando la espalda al cura, abandonando entre la gente el templo, con la mirada puesta en las conservas, palmeras y jugos que nos comeríamos. Aunque yo era alérgico a todo eso y siempre remataba doblándome en el baño mientras mis primos seguían afuera jugando, presumiendo de poder hacer su digestión.

El hecho es que ese domingo, empezaban las vacaciones. Entiéndase, no mis vacaciones sino “las vacaciones”. Ese fue el término que mi papá y su hermana decidieron otorgar (el título) a la tragedia que era la semana de descanso de mi tía en la casa (que no quedaba tan lejos como para presumir de hacer un viaje hasta nuestra casa, ni tan cerca como para verla varias veces al mes). Apenas el elefante plantaba su estruendo en la alfombrita de Welcome en mi casa, respiraba y decía en voz alta “la vacación” porque así se llamaba mi casa.

Mi casa. Mi casa, que abruptamente pasó de llamarse Relax a La Vacación luego de que forzosamente el Estado, en la curiosa forma de un pito, invitara vía radio y televisión a todos los conjurados como mi padre a mudarse de centro de trabajo, región y país en la medida de lo posible.

El hecho es que era una casa verdaderamente soleada, amplia y fresca. O una exquisita invitación a la resequedad, la insolación, la congestión nasal, el ardor y la picazón del salitre y los cangrejos en los zapatos. La depresión que embargó a mi padre cuando pitó aquella locomotora gerencial, soplando su odio, hizo que nos mudáramos de un lugar que contaba con el exceso que siempre han sido los calentadores de agua, los garajes e incluso los cojines en las sillas. Todos esos síntomas de lujo, o de vivir en un siglo que ya conoció al gótico y a la Bauhaus, deprimían a mis padres, por lo que una vez mudados a La Vacación llamada antes Relax, se prescindió de todo aquello, como si batear los bombillos hiciera más eficientes a las velas. En fin.

Fue así como Relaxpasó de ser un mero lugar de descanso al mismísimo descanso eterno de La Vacación, nomenclatura ésta que llegó a la boca de todos los presentes y al cartelito mal pintado de la puerta cuando mi padre, a manera de chiste contó por teléfono a los interesados, amigos y familiares que no lo habían despedido sino invitado a una larga vacación.

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Cuando la tía elefante llegaba a La Vacación no se interrumpía ni cambiaba nada esencialmente. Solo se esparcían algunos esporádicos, aislados, diarios, ininterrumpidos eructos o pedos por la sala mientras no veías televisión porque la tía veía televisión. Además la bondad de su espalda cubría de hombro a hombro cualquier  rincón de pantalla posible para los que quisiéramos atajar algo desde atrás. Delante, nadie se atrevía siquiera a sentarse en el piso, pues su boca era mira directa de los gases antes mencionados. La tía era un primor. Un mar de cariño.

Al día siguiente de su llegada, mi hermana y yo arrugamos las caras, las narices, las costillas y el alma desayunando. Mi tía, en un ataque de risa, en plena explosión de ja ja já, en pleno arco de cejas, en plena rubicundez de sus mejillas, mi tía en pleno Hiroshima en la cocina, mi tía demasiado atómica, un día, una mañana desayunando mi tía elefante, la tía aplastantemente cariñosa, en medio de una carcajada, vio un ratón. No un ratón, vio a un gato detrás de un ratón. Mi tía una mañana estaba con nosotros viendo televisión desde la mesa del comedor (la única forma de hacerlo en familia, rodeándola sentados) deliró viendo Tom y Jerry y fue entonces, cuando encontrose el grano pálido con la garganta oculta del garfio y nariz, garganta, lengua y dientes separados fueron uno, es decir, nariz boca ojo mío y ojo de mi hermana, todo junto, lo que es igual a decir boca de mi tía, bocado de mi tía, nariz de mi tía, risa de mi tía, o mejor, nariz de mi hermana, mejilla mía, bocado de mi tía: salpicados de arroz. Quizás, solo quizás, fue nuestra cara de asco y cariño, como de darle maní a los elefantes la que obligó en medio del hipo, la segunda exaltación del minuto, una especie de eructo que pretendía pedir disculpas y resumiendo sus peditos, su jabón mal colocado en la bañera, sus moquitos de su trompita en la toalla seca, sus granitos de arroz en nuestras naricitas, soltando un “se me salen, a esta edad se me salen solos”, mi tía saldó la cuenta con los sobrinos. Lloró de pena, o eran residuales lágrimas de la risa y siguió moviendo sus patas debajo de la mesa, como elefante que aplastado el ratón que lo asustaba, balancea y juega con su cadáver.


Ese día, que era el segundo de su visita a La Vacación, la tía elefante sin colita, nos siguió soltando sus gases, como aire arrojado por las orejotas del hermano mayor de la selva. Yo solo sentía cuando ella me abrazaba, la presión en mis oídos y en más de una ocasión, era tanta la fuerza en su abrazo del oso, que llegué a sentir escuchar en mis orejas hechas de cartílago, como el abrazo del oso de mi tía elefante me acercaba más y más a mis latidos, mi ritmo cardiovascular que en picada, sentía aprisionado el espacio y cerca, cada vez más cerca en el abrazo, las bolitas de talco y desodorante de sus axilas, cerca, cada vez más cerca el zoom bajo, despótico de su bozo recién olvidado, cerca cada vez más cerca en mi nuca la sensación protuberante de su lunar en la barbilla, mi sobrino hermoso, mi sobrino grande, lunar 3D en mi cuello, mi sobrino vómito y bolitas de talco en la camisa.

Como si no fuera suficiente convivir con la idea de que los astros y el horóscopo ya tienen suficientes planes para nosotros, mi tía, pepita elefanta, mi tía que pretendió desvestir el closet de mi hermana por anticuada, mi tía varices decidió tener planes para cada sobrino cada uno y por separado. Jack el destripador que iba por partes.

Arrojada a la tarea de divertir a mi hermana, la invitó a pasar un día entre elefantes, entre mujeres, ese día siguiente. Hecha la invitación delante de mí y para calmar mi ansiedad, prometió el día siguiente entero a su niñito cada vez más grande. Mi hermana, preparada para salir a apostar a un club hípico, jugar billar, tomar cerveza o coquetear con vigilantes, se sorprendió al verse llegar con la tía a un salón de belleza. Tarada, mi hermana, se sorprendió al ver los zapatos en el suelo. Mi hermana, al ver las medias de mi tía, se sorprendió. Mi hermana que era todas las presentes, esta y aquella peluquera, aquel y este moño, esta y la otra pedicura, se sorprendió al ver salir, gris, plana y redonda de los tobillos al hueso, aquella pierna, tubular y grisácea de mi tía. Levantándose entonces el estrépito en la sala y silencio en la sala que el burro va a hablar, alzó su voz la condesa e indicó café y revista y agua caliente para los pies de la niña que nos vinimos a divertir. Y fue aquella, tarde de chismes entre parejas que involucraban mujeres como las que mi hermana nunca sería y novios de mujeres que mi tía nunca tuvo y manos y pies de reinas que no eran los servidos en bandeja a la pobre mujer que lija en mano y braga en pecho limaba, pulía y sanaba las piedras secas que mi tía apoyaba paciente de milagros en el pedestal.

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 La expresión “sol de playa” había dejado de ser una tierna redundancia de mi madre para referirse a los días claros que en la ciudad le provocaban ganas de acercarse al mar. Ahora era la clave con la que al gritar advertía que mi tía ya se había despertado, o que estaba cerca, o que ya había halado la palanca del espaldar del sillón, que se acababa la televisión para todos, y el jabón pegadito en los bordes de su brazo. “Sol de playa” de pronto también era lo que suspiraba mi madre para sus adentros para contrarrestar la tormenta de su cuñada. En fin, “sol de playa” anunciaba el tsunami en la orilla del Caribe que era nuestra casa antes muy bien llamada Relax.

Las vacaciones de mi tía nos confirmaban raros habitantes de un lugar raro y solo como son todos los lugares de vacaciones cuando no hay vacaciones. Variando la depresión, las omisiones, la costumbre de cangrejos en los zapatos, estaba la tía que, arruinándolo aún más todo, incluía romper la poca armonía que habíamos conseguido en esa jungla de cal ventilada a mediodía, tarde y noche.


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Como los días desde su mecánica invención son sucesivos, al día de mujeres siguió el día con su sobrino, promesa hecha y cumplida. Menos vomitivo que su pareo volando por los aires del delirio solar, fue el recuerdo de mi tía echada en la orilla o la marmota. El león marino. Mi tía. Si bien mi hermana había podido digerir con sobreexposición de laca y posteriores y reiteradas inhalaciones de tinte el ultraje de la peluquería, yo no pude sino ahogar mis penas en un mar aún más salado que el de mi valle de lágrimas. Si a la chiquita de la casa le había tocado fuerte el tema de cierto salón y cierta belleza, al sobrinito le tocó un día de sobrinitos con sanduchitos y dulcitos y quizás arepitas preparadas todas por ella y el carmín de sus uñitas que aunadas a la masa y la arena, se parecían mucho a trozos de vidrio roto, reportando todo aquello un hermoso encuadre del retrato que decidió tomar la tía con su sobrinito cada vez más grande que casi no cabe en la foto o acaso no quiere salir de la foto, o salirse del marco o de la sala o de la casa donde ahora reposa encima del televisor que solo ella ve y permite ver dicha foto.

Ningún americano o norteamericano o gringo confederado, habitante del suelo o de una estrellita más en las cincuenta y tantos países como halla en el mundo de su bandera, pudo indicar en las ignoradas instrucciones del Coppertone sunblock lo que vendría. Nadie previno esto. A nadie se le ocurrió. Los elefantes, que se bañan en aguas tibias de preferencia barrosa, lodazales de esmero para cuidar su piel, tomando con esa extraña posterior extremidad (que los acerca tanto a los hombres)  se duchan y frotan el lomo para procurarse cuidados en arrugas, rodillas grises y pliegues, procurando cierta lucha contra la gravedad, ese llamado que hacen a los muslos, las tetas y las mejillas de mi tía las plantas y las lombrices.

Insisto, ninguno de ellos en su enrevesado sistema de reglas y UV Protection, en su grandísima capa de ozono australiana, su cocoa, en su naranja flavor, previno. Aplíquese en el abdomen, colóquese un poco entre los dedos, poca dosis, chapucee espalda del mastodonte, frote, frote, frote, vomite.

Blanda y blanca como había sido al menos los últimos cincuenta años de sus cincuenta y cinco de existencia, la espalda de mi tía padeció un arqueo digno de mejores y adultos estímulos del que no quisieron saber ni las palmeras alrededor. Sembrado como estaba el sol en las orillas, punzando en mi nuca y en la suya, verla tenderse en la toalla, ver desprenderse el ala posterior del “bañador” decolorado por su único y exclusivo uso en piscinas, privadas, calientes, lujosas, del todo inventadas, cerré los ojos aunque queriendo abrirlos para recibir un potente fogonazo de luz que me dejara ciego. Aunque de quedarme invidente fuera bastante jodido tener la alfombra de panza bajo el sol como último recuerdo.

No froté más y bastó con hidratarla hasta volver a La Vacación por la tarde. En la noche, mi hermana y yo, en función estelar, presenciamos su orgullo frente al espejo por haber conseguido un hermoso color cereza en su espalda color hueso de la misma cereza. Bastante provocativa y desde entonces, tuvo a bien no usar más sostén el resto de los días que le quedaban en la casa, amén de una fuerte irritación que le causó mi flojera. Al parecer, el derrame del Coppertone casi no había sucedido, es decir, el fulano mar de piel cubierto de protector UV era un invento. Parece que apenas unas gotas, escupí. Solo recuerdo el asco que me provocó o provocaría dispersar eso. Di por hecha mi pequeña venganza. Dormí bien.


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Por más ridículo o insólito que parezca, el viernes a mi padre se le ocurrió visitar el museo o lo que los locales hacían llamar, ver y parecer un museo marino a orillas del malecón. Algo de historia natural, como si la historia o la naturaleza no fueran una y la misma cada una por su cuenta. En fin. Fuimos.

Hubo que convencer a pescadores, parqueritos, vendedores y afines, de que íbamos a visitar y no a donar nada a ese sitio. Así mi tía caminara detrás, lenta en su cadencia, hurgando algo que restara en su dentadura, no donaríamos nada. No le regresaríamos al cautiverio ninguna de sus bondades. El siguiente estallido en risas fue producto de la ingenuidad por pagar al entrar en aquel salón de poncheras y vitrinas que daban cuenta de la principal fauna del sector: renacuajos y restos de liquen seco a modo de machihembrado en el techo.

No hubo mal que por bien no viniera, o tía que visitara para siempre. La caminata a raíz de la visita al museo, los artesanos del malecón y las nuevas gotitas de la chapa a la botella de las dos, o tal vez cinco cervezas que hicieron lo suyo entre pecho y espalda color cereza vaticinaron la plenitud del viaje y fue así, como después de la entrada, la sopa, el plato fuerte, el primer postre, el segundo, el digestivo y el café, la tía nos dijo que el domingo se iba. Que el domingo se terminaban sus vacaciones. Que el domingo no habría más sol de playa en los labios repletos de sal y resequedad y pito en la boca del presidente de la industria de mi padre.


6
Como la mañana de Navidad en que despertar y regalos o dulces son la misma cosa, ese séptimo día, salvados, redimidos mi hermana y yo abrimos los ojos con la certeza de haber sobrevivido una vez más a la tortura de la visita de mi tía a La Vacación. Quedaría igual un poco de olorcito a pedo, unas bolitas de talco para antes del mediodía, pero todo eso se superaba conteniendo la respiración. Era domingo, en un abrir y cerrar de ojos ya la tía se habría ido. Domingo, el día del descanso en que el señor sentose a contemplar lo creado, hojas, lluvia, cajas, cordones, puertos y aviones, rocío, abejas, moluscos, tiburones, monos, zancudos, telégrafos y mapas, el domingo, ese día en que rendimos cuentas al señor de la parroquia, al párroco y los parroquianos en misa.

Domingo y no solo domingo sino ese mismo domingo, fue el día en que mi tía, espontánea, grande, gloriosa, radiantemente, minutos antes de su partida, minutos que ya habíamos imaginado mi hermana y yo corriendo en la esfera del reloj de mi cuarto, minutos que faltaban pero que dábamos por hechos, cuando mi tía elefante tomó a mi padre que es un ratón desde siempre, desde que vivía en los rincones o los huecos de las paredes o debajo de la cama, a mi padre que es un ratón y no una plaga por los hombros y las costillas y su cola de ratón, para estallarle en lágrimas y un poco eructadas también esas lágrimas, con dos o tres peditos durante el grito de la fuerza, que la había dejado, que el desgraciado, malparido, malviviente, ese, la rata de dos patas (mi padre suspiró tranquilo porque él era un ratón y no una rata) la había abandonado, dejado y que su visita a La Vacación no había sido esta vez por vacaciones algunas, sino a manera de despecho como corazón que cae al suelo.

Oyendo aquello desde el marco de la puerta de mi cuarto, con el reloj circular detrás, cumpliendo la agujas la ruta que habíamos imaginado mi hermana y yo, mental, mudamente repasamos lo que veíamos: de la nada, de la semana venida, de las horas y horas de televisión a solas, del escupitajo de arroz en masa, brotó un amante, un querido, un atrevido y paciente cazador de elefantes que la había plantado u olvidado, con lo difícil que es plantar cualquier cosa en estos días y plantar un elefante es tan difícil como olvidar la majestad de esas rodillas grises, pero en fin que posiblemente el canalla ese también untaba algo en la espalda ahora color cereza y antes color hueso de esa misma cereza y fue en él en quien pensó (para tranquilidad del aquí escribiente) al arquear así su espalda o su lomo de elefante herido y despechado aquel día en la playa.

Fue entonces como pronunciando lento el devenir de nuestros días, mi padre, como un profeta profirió el estruendo que detendría hasta el curso de la aguja que marca los minutos detrás de nosotros, cosa que no habíamos imaginado. Fue así como dentro de su piedad de ratón (porque mi padre no es un rata) mi padre, dijo entonces un momento hermana, cómo es eso que te dejaron, quién y desde cuándo, en qué lugar de la selva, en cual lodazal mientras ambos se caldeaban de barro para sus pieles lo conociste, dime hermana por favor, te han roto tu pequeño corazón de mastodonte, cual trompa primero y cómo pero por qué, a ver hermana, no, no, por favor, no hay ningún problema, claro que te daremos tranquilidad y cambiaremos las toallas y tus sábanas.

Con eso, el temblor de mis dos piernas, el pelo de mi hermana atormentado de aquella peluquería, mis manos escurriendo Coppertone en el marco de la puerta, con eso, los peces en la pecera, los labios de mi madre exhalando “hay sol de playa” con eso, esas palabras que se decían a una hora en que debíamos estar en misa pero no estábamos porque había que quedarse en casa para despedir a la tía, aunque mejor hubiésemos estado clavados en alguna cruz, con esas palabras que mi padre el ratón soltó, se cayeron las tazas y hubo un silencio inmenso contenido en la orilla del Caribe que habitábamos muy propio del silencio que antecede la llegada de algo grande pesado y destructivo como una ola inmensa, como un Tsunami. Hagamos un cosa, no te vayas todavía, quédate otra semana o lo que sea suficiente, unos días, pero una semana por lo menos, ya, hermana querida, no llores, hagamos de la casa una barra y lleguen los whiskys, los rones, los vinos, los barros enlodazados y no te ofendas si le pido a los muchachos maní para ti, porque el maní se sirve en los bares y haremos de todo esto una fiesta, ya verás, cómo entre los muchachos y el pito del presidente llega todos los días un hermoso sol de playa hasta nosotros y hacemos de todo esto el escenario de un circo en el que finalmente gritarás con esa nariz tuya que parece cada día más una trompa, es jugando tontita, ya verás cómo sales de aquí en un dos por tres alegre, brincando en una pata como estrella de la función, ya verás cómo hacemos de tu mar de lágrimas una hermosa temporada de vacaciones, por demás merecidísimas hermana ¿me escuchaste?

Creo que hubiéramos preferido verdaderamente estar clavados frente a la muchedumbre antes de presenciar el maquiavélico momento en que con una sonrisa de ratón, a lo Mickey Mouse, con una sonrisa dibujada, mi tía, le devolvía el gesto de piedad a mi padre y aceptaba quedarse en La Vacación. Cerrada la esperanza de la partida de mi tía, cerrada esa puerta a las puertas del cielo, habiéndole dado ese duro golpe a nuestra felicidad, mi padre se llevó a mi tía de la sala al estudio como buscando qué hacer rápido con ella, esos primeros minutos dibujados en un reloj que pasadas las doce del mediodía, no debía saber más de ella. A mi hermana y a mí, nos hubiese encantado no estar allí, pero quiso la divina providencia que no estuviéramos en misa ese domingo.


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